Si hoy tocase la tristeza a mi
puerta, como toca en días laborables algún que otro mendigo, casi sin fuerza,
casi sin esperanza. Incluso aunque no tocase, aunque solamente asomase su cara
por el cristal de la ventana, sin pedir nada, como si sólo la guiase la
curiosidad que durante un instante hace que miremos por el solo gesto de la
mirada, sin esperar nada, sin pedir nada. Incluso aunque no tocase ni asomase
su cara por ventana alguna, si tan solo sintiese el ruido de sus pasos, aunque
estos sólo fuesen un deslizar de pies que apenas rozan el suelo en un callado
murmullo que muere al instante en cada paso. La tristeza no sería consciente de
que es su día de suerte, de que tocó en la puerta que estaba esperando su mano
durante tanto tiempo, que se asomó a la ventana tras la que alguien esperaba
con los ojos cerrados, que andó por una calle por la que hace años no pasaba
nadie. Pero si equivoca el camino, si la tristeza pasa de lejos o encuentra
otra casa donde hacer un alto. Si por un momento me descuido y, aunque pase, o
toque a mi puerta, yo no estoy atento y tras esperar unos segundos se aleja.
Entonces ¿qué haré con todo este tiempo, con todo este espacio vacío que
acumulo entre mis manos?. No, estaré atento, bien atento, no contestaré al
teléfono, ni comeré, no haré movimiento alguno que distraiga mi mirada, ni
cerraré mis ojos un instante, ni mis oídos escucharan otra cosa que no sea el
silencio que puede preceder a unos pasos quedos. No, no dejaré que esta oportunidad
pase de lejos y de nuevo vuelva el silencio a la madera, el vacío a la ventana,
y el frío de la ausencia a la calle. Quedaré como el vigía, alerta, siempre
alerta, capaz de escuchar el más leve de los rumores, capaz de ver la sombra
más difusa y el brillo más tenue, capaz de lo imposible. Porque hoy tengo una
misión especial, hoy soy el encargado, cuando toque, cuando llegue hasta mi
puerta, de decirle a la tristeza que hoy, justo hoy, es su día de suerte.
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