"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

martes, 13 de marzo de 2018

No fue Luisito

No fue Luisito quien robó la pelota. Y mira que lo dijimos veces, que habíamos sido el Ricardo y yo, pero ni caso nos hicieron. Y Luisito fue expulsado varios días del colegio, demasiados, ya nunca volvió. Sí, la expulsión sólo era por poco más de dos semanas, pero ya no volvió. Y el Ricardo y yo que hasta fuimos a hablar con el director, a decirle que los de la pelota éramos nosotros. Incluso la pelota llevamos para que nos creyesen. Pero el director nos dijo que no estaba bien mentir, siquiera por un amigo. Y el Luisito nunca había sido amigo nuestro, nuestro ni de nadie, siquiera le dimos ocasión de intentarlo. Desde los primeros días ya nos apartamos todos de él. Un niño pobre, pero pobre de verdad, no de ésos que parecen pobres pero tiene todos los días para comer, no. El Luisito no tenía para comer todos los días. Pero su padre había conseguido un trabajo cerca de nuestro colegio, y los del ayuntamiento habían pedido como un favor que se le dejase asistir porque el que le correspondía estaba lejos, muy lejos para un niño que sólo tiene un par de viejas zapatillas. Y casi una semana de discusiones costó que al fin pudiese el Luisito venir.

El primer día, todos esperábamos con impaciencia su llegada. Tres meses, justo tres meses que no caía una gota, una de las sequías más largas que se recordaba, y aquella mañana se encapota el cielo. Comienzan a crecer las nubes, unas nubes que se fueron haciendo cada vez más oscuras, como si la noche quisiese volver justo a los pocos minutos de haberse ido. Y rompe un rayo contra el montecito de enfrente, y un trueno, que nos hizo saltar a más de uno, dejó en silencio el timbre de la escuela que en esos momentos sonaba anunciando el comienzo de las clases. Y todos con la carita pegada a los cristales, mirando hacia el fondo de la calle por donde sabíamos que vendría aquel nuevo alumno. Pero no llegó, al menos no a aquella primera hora. Entró don Antonio y nos ordenó sentar. Sin ganas, como teniendo que tomarnos nuestro tiempo para despegar las narices del húmedo cristal, nos fuimos yendo cada uno a nuestro sitio. Desde allí, los que tenían la suerte de estar más cerca de las ventanas, estiraban el cuello de tanto en tanto para ver la calle. Comenzaron a caer gotas, primero débiles y diminutas, luego grandes, muy grandes, golpeando con fuerza en los cristales y los alféizares de las ventanas, haciendo un ruido ensordecedor que apenas nos dejaba oír la voz de don Antonio. Maldita sea, ni ganas de escucharla que teníamos. La primera vez en dos años que llegaba un alumno nuevo a nuestra escuela, y además pobre, pobre como las ratas, como dijo mi padre, debía ser motivo más que suficiente para dejarnos ver su llegada. Y en eso estábamos, en estirar el cuello lo más que podíamos, en partirnos el cuello de tanto estirarlo, cuando se abrió la puerta de la clase. Aparece en la puerta de mi casa tal y como apareció en la puerta de la clase y ni limosna le damos. Un muchachito escuálido, flaco de los buenos, de los que se les cae la ropa por todos lados porque no encuentra hombros el jersey, ni caderas los pantalones, donde asentarse. Empapado, todo él empapado, cayéndole unas gotas por la frente hasta las cejas, y de éstas sin remedio al suelo, porque no era cosa de encontrar una tripilla en medio en las que hacer escala, más bien parecía metido hacia dentro, como con comba. En la mano algo que debía haber sido una libreta antes de que le cayese encima el diluvio universal, ahora era un montón de hojas llenas de agua, las gotas discurrían por el interlineado, como si supiesen que aquel era el camino que debían de seguir. Y el director con el brazo apoyado en los dos dedos de hombro que tenía aquel muchachito, mirándonos como diciéndonos con la mirada “veis como hay gente que está mal, muy mal”, como si no tuviésemos ojos para que él nos lo tuviese que decir. Lo metió en la clase, se acercó con él justo delante de la mesa de don Antonio y mirándonos de nuevo con esa mirada de “pobrecillo, tendremos que quererlo un poco entre todos” nos dijo “Éste es el nuevo alumno. Se llama Luisito. Estará con nosotros al menos hasta final de curso. Espero que os portéis bien con él y que seáis sus amigos”. Y no sabría decir por qué pero sus palabras no tenían nada que ver con su forma de moverse y con su forma de mirarnos. Luego, a menudo, después de que fuésemos a su despacho a decirle que los de la pelota fuimos el Ricardo y yo, incluso de que le enseñáramos la pelota, tiempo después me dije muchas veces si aquellos movimientos de brazos y de ojos no nos quisieron decir “no me sean idiotas, a este niño ni caso, y en cuanto puedan lo meten en un buen lío para expulsarlo”. Y estoy casi seguro de que así fue, porque una pelota no es motivo para expulsar a un alumno dos semanas. No es por la pelota, dijo el director, es por el hecho en sí de robar; pero si habían desaparecido cosas mucho más importantes, pero mucho, como la vez en que a Pilar le desapareció la cadena que su madre le había comprado por la primera comunión. Y aquella vez nada, ni apareció el ladrón, aunque todos sabíamos que había sido Joaquín, ni hubo ningún castigo ejemplar para que los demás aprendiéramos.

El director le dijo que se sentara, y como la única mesa libre era la del final de la clase pasó a lo largo del pasillo como alma en pena, dejando un rastrillo diminuto de agua que más daba la impresión de que iba descongelándose y acabaría en nada que de estar mojado.

Esperábamos con impaciencia la hora del patio. Todos imaginábamos que le íbamos a hacer miles de preguntas, miles. Pero cuando sonó el timbre, cuando volvió a pasar a nuestro lado como un pájaro recién caído del nido por el embate de las aguas, cuando llegó al patio, buscó un lugar apartado, se sentó tiritando, sin parar de tiritar, como si le hubiesen dado cuerda, y bajó la mirada hasta que pareció que la tenía clavada en el suelo, nadie, siquiera el Ricardo, que con mucho era el más valiente y más atrevido, se atrevió a acercarse a él. Nos pasamos el patio mirándolo desde lejos, hablando entre nosotros, inventando mil historias sobre aquel muchachito lleno de agua, huesos, y frío. Fue uno de los patios más silenciosos que recuerdo. De normal jugábamos al fútbol, corríamos sin parar de un lado a otro, gritábamos, pero aquel día sólo había corros alrededor del patio y lo más alejados de él, y un murmullo sordo que lo iba llenando todo.

Casi un mes duró aquello, el entrar en silencio en el aula, el ir a sentarse en la última fila, a veces mojado y a veces no, porque siguió lloviendo durante días, el salir al patio e ir a sentarse al fondo, solo, tiritando la mayoría de días, porque aunque no todos llovió sí que hizo frío, y él nunca trajo más que una camisa y un jersey, casi siempre el mismo. Sólo el día después del reparto en la iglesia vino con un jersey diferente, muy diferente, casi tres tallas mayor de lo que él necesitaba. Y al ver como le miramos, y sobre todo al escuchar el comentario que hizo el Ricardo ya nunca más lo volvió a traer. Y todo hubiese continuado así hasta final de curso, él en silencio y nosotros sin acercarnos lo más mínimo, a no ser porque un día, a mitad de un partido de ésos en que nos jugábamos la final del campeonato del mundo de fútbol, un directo con barrera fue a dar contra la cara de Luisito. Ni se inmutó, todavía lo recuerdo como si fuese ayer. El balón le dio de lleno en la cara, y nada, ni pestañear, se limitó a mirarnos, con una mirada que no olvidaré jamás. Pero para entonces ya le habíamos perdido todo el miedo que los primeros días nos causó. El Ricardo se acercó a él, recogió el balón, le miró y le dijo “¿pasa algo?”. No contestó, volvió a bajar la mirada y la clavó de nuevo en el suelo. Nosotros seguimos jugando como si nada, como si aquello jamás hubiese pasado, como si el balón en lugar de haber dado en la cara de aquel muchachito flaco hubiese golpeado contra el muro del colegio.

A los dos días desapareció el balón. Fue una broma de Ricardo y mía al resto por haber perdido un partido, pero no nos dio tiempo a decirlo. Fue la primera vez que vi funcionar con aquella rapidez la maquinaría de la burocracia del colegio. Que el director tomara cartas, que llamara a unos cuantos alumnos a su despacho, que éstos le contaran lo que había pasado unos días antes, cuando el balón dio en la cara de Luisito, que él, con su infalibilidad, sacara la conclusión de que a raíz de aquello Luisito había tomado la determinación de robarse el balón, que lo llamase a su despacho, que le diese una carta para su padre justo para aquella tarde, que su padre viniese aquella tarde y que el director le comunicara que su hijo estaba expulsado por dos semanas por “ladrón”, fue todo una. Yo nunca había visto llorar a un adulto, aquella fue la primera vez, cuando vi salir al padre de Luisito del despacho del director, con los ojos llenos de lágrimas. Pasó junto a mí, sin mirarme, con la mirada clavada en el suelo, como hacía Luisito en el patio, fue hasta el fondo del pasillo, tocó en la puerta de la sala de profesores, donde tenían esperando a Luisito, y volvió con él de la mano, sin dejar de llorar. Me asombró que no riñese a Luisito, que lo llevase de la mano como quien lleva de la mano a su novia, con suavidad, con ternura. Volvieron a pasar los dos a mi lado, el padre todavía con la mirada clavada en el suelo, pero Luisito me miró, al pasar por mi lado me miró. Hubiese preferido mil veces que me gritara que aquella mirada que ya siempre me ha acompañado en esta vida. Mi padre me lo explicó muy bien “el padre llora porque los pobres siempre lloran, hijo, y no le riñó porque ellos desconocen cómo educar a un buen hijo”. Y supongo que así era, o al menos a mí me pareció un razonamiento lógico, porque mi padre nunca lloraba, siquiera el día en que mi madre nos dejó y se marchó a otra ciudad a vivir con su amante, aunque mi padre siempre nos dijo que fue él el que la tiró de casa por mala madre; pero reñirnos y pegarnos mucho, hasta que cumplimos los dieciséis, hasta que, según él, ya éramos unos hombres. Qué mala suerte tiene Luisito, pensé entonces, qué mala suerte.

Tres días duró el que volviésemos a formar corros en el patio hablando de lo que le había pasado a Luisito. Ricardo y yo acordamos no decir nada y seguir con la pelota escondida, ¿para qué?, Luisito ya había sido castigado y en dos semanas estaría de nuevo en el colegio. Pero pasaron las dos semanas, y dos más, y al mes y medio nos atrevimos a preguntarle a don Antonio por qué ya no venía Luisito. Nos explicó que ya no vendría nunca más, que su papá había perdido el empleo y se habían marchado.

Ricardo y yo cogimos la pelota, nos presentamos en el despacho del director y se lo contamos todo. De nada sirvió. Ahora comprendo que Ricardo y yo no éramos ladrones, sólo niños traviesos, pero Luisito era otra cosa, era pobre.

Vuelvo a leer el titular de la noticia de primera plana del periódico de hoy “Por fin ha sido detenido el peligroso maleante Luis G.F.”. La noticia hace un extenso recorrido por su vida delictiva, desde que a los quince años lo internaron en un reformatorio, y fue de uno a otro hasta los dieciocho, hasta sus últimos hechos delictivos que le han supuesto diferentes condenas. Condenas que le harán pasar el resto de su vida entre rejas. La noticia lleva dos fotos. En una está sentado en un banco, con las manos esposadas, completamente mojado, de nuevo volvemos a tener lluvia tras una sequía, y con la mirada clavada en el suelo. Flaco, supongo que nunca consiguió un peso superior a los cincuenta y cinco kilos. La otra es a la salida de la comisaría, todavía esposado, y mira directamente a la cámara, con la misma mirada que miró a Ricardo cuando la pelota le dio en la cara y éste fue a recogerla. Releo la noticia una y otra vez, incluso he comprado varios periódicos para contrastar, pero en ninguno de ellos, siquiera en el más sensacionalista que gusta de sacar hasta el último trapo viejo y morboso, aparece el robo de la pelota.

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