Amanece
noche, una noche larga y oscura que nunca termina. Ante mí un páramo
inusitadamente poblado de olvido. Y yo, desnudo. Intento caminar y he olvidado
el orden de los pasos, su técnica. Sin ritmo, con la torpeza de quien despierta
del más dulce de los sueños a la puerta del infierno, avanzo entre los restos
de lo que queda de mis ansias. Unos pasos, solo unos pocos, y un cansancio, que
parece llegar de lo más profundo de los tiempos, se asienta en mi ánimo y me
obliga a sentarme recostando mi espalda en algo que fue un árbol algún día. Por
su corteza, lágrimas, que no savia, bajan hasta el suelo y son devoradas por el
infinito y oscuro páramo. Cierro los ojos y contemplo la misma oscuridad que
con ellos abiertos. Presto atención a todos y cada uno de los sonidos y el
silencio me dice que hace tiempo, tanto tiempo, que se fueron. Una hora, dos,
puede que días, el tiempo no se atreve a cruzar estas tierras. Las lágrimas
resbalan por mis hombros, me hacen sentir parte del árbol, y a él parte de mí,
y los dos parte de nada, de esta poblada nada que cubre hasta donde la vista
alcanza. Si no fueran suficientes las lágrimas que pueblan cada uno de los
árboles y la ausencia, lloraría yo también, yo también. Sin embargo me quedo
allí, como si siempre hubiese estado allí, con la sensación que tengo raíces
milenarias que se enredan con otras raíces, con miles de raíces. Quizás espero
que sople un viento fresco y rápido que haga que alce el vuelo, aunque nunca
sopla, o que una mano amiga se tienda hacia mí, me aferre, y tire con fuerza,
aunque en el intento, mi piel quede pegada a la corteza del árbol del que ya
formo parte. Pero no hay huellas en el suelo, en la ceniza que cubre cada
centímetro de este páramo, no, nunca pasa un caminante, nunca pasó, nunca
pasará. El páramo es mío, solo mío, y la noche, y los árboles, y la ausencia, y
todas y cada una de las lágrimas que siguen cayendo incesantemente, con ese
afán insondable que no nace del deseo de llenarlo todo, sino de vaciar unos
ojos, un cuerpo, hasta que este solo sea madera seca. No maldigo mi suerte, no
puedo maldecir lo que no tengo, ni mi mala estrella, no las hay. No doy cancha
a la rabia, ni al desaliento, no tiene sentido. Sólo espero, espero, sintiendo
como ya hay ramas que comienzan a clavarse en mi cuerpo y lejos de dañarlo
forman parte de él, como el hastío, como mis dedos, como la derrota.
Anochece
noche, una noche que se acurruca a mi lado, entre mis piernas. Apenas puedo
separarlas un poco para que acomode su cabeza y mi mano acaricia sus cabellos. Miro
a lo lejos, a cientos de kilómetros entre la oscuridad, y hay más oscuridad,
más, un mar de oscuridad que rompe contra el acantilado de mi derrota. Soy un
hombre, era un hombre, nunca fui un hombre. No me importaría mucho si acabase
atravesado por los miles de ramas de este páramo y al final pudiese convertirme
en ceniza, pero un hilo de vida que casi es una obscenidad en este lugar, se
empeña en mantenerme vivo, en sentir como si fuese yo cada ausencia inevitable.
Lloro,
por fin lloro, puede que ya no sea yo. Quizás el páramo ganó su batalla, aunque
no he luchado, no lucho, nunca lucharé. Duermo, sueño con ceniza, lágrimas
grises, mis manos se han convertido en tierra yerma, mis piernas, en cocodrilos
de mármol, mi cuerpo, en féretro de humo, y mis ojos, mis ojos…, mis ojos no
pueden dejar de mirar esta larga y arrolladora noche. Finalmente la noche entra
por mis ojos, baja lentamente por cada una de mis venas, se filtra hasta cada
uno de mis pulmones, llega a mi sexo, soy noche, por fin soy noche.
Amanezco
yo, no miréis nunca a mis ojos, hoy no.
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