"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

miércoles, 19 de diciembre de 2012

En su nombre (deuda)


 A primera hora del día se le rompió una taza de café. Casi sin querer. Resbalando de sus manos como si esa fuese una de sus funciones. Nada, siquiera el que lloviese pese a anunciar el diario que haría sol, la hizo preocuparse. Luego, no serian más de las doce y media, con las últimas gotas y un sol principiante, como siempre, se le quebró el rabo de la escoba. No era especialmente vieja, ni la forzó, fue como un presagio que nadie quiso interpretar, ni la ausencia, ni la mentira, ni el abandono, ni ella. “No problem”, pensó, se compra otra escoba y otra taza. Pero el día era recurrente y extrañamente obsesivo, y no serían más de las seis cuando dejó de funcionar el ordenador. Obsolescencia programada, y se cagó en la tecnología y en dos o tres nombres en inglés que no sabría escribir. Pensó en irse a la cama, en dejar que lo que quedaba de día se fuese en sueño, aunque alguno de ellos se convirtiera en pesadilla; pero no lo hizo, esperaba la fiesta. Y en la fiesta no habría tazas, ni escobas, ni ordenadores, solo ella y la risa.
Y llegó la fiesta, y la risa, y sus ojos, y sus labios, y la música sonando en un acorde infinito que parecía no tener fin. Y llegó la fiera desde un mundo de fieras. Se asomó una taza a la ventana del mundo. Una escoba sin rabo pasó calle abajo. Y alguien grito “se ha colgado” desde un hardware hecho de viento y susurros.
Aplausos, no son aplausos, son dos rayos que rompen la falda de la noche. Suenan aplausos de manco, donde solo una mano viaja por el aire. Y la risa, quebrada, se esconde en un cajón de la cocina, al lado una taza rota, y cierra el cajón sin hacer ruido, sin ruido.
Vuelve a llover, pese a que el noticiero dijo que haría estrellas, muchas estrellas, estrellas en su pelo, y en sus labios, y en su risa. Vuelve a llover.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Hace frío.

Hace frío. Más allá de la ventana debe de haber un mundo; pero hoy no me importa. Hace frío y mis dedos están tristes. Mayo es un recuerdo lejano que se ha deshojado bajo un viento que llega de las fauces de un dragón que no aprendió nunca a echar fuego. He olvidado mi reloj en algún lugar. Es especial. El relojero que lo hizo olvidó una hora, solo una, y cada día tengo sesenta minutos para esconderme entre el pelo de animales mitológicos que duermen a mi lado en el sofá. Sesenta minutos, una eternidad solo puesta en peligro por una espada que corta el tiempo en un incansable trabajo innecesario: ella y yo acabaremos en la misma fosa. Ni yo seré un caballero de historias legendarias en amarillas páginas, ni ella nunca acabará su tarea pese a su estúpido y mecánico encono. Hace frío. Abril, sentado delante de la chimenea, dice que se está pensando traer flores el próximo año. Tose, y de su boca cuelga el tallo de una amapola. Se limpia con su pañuelo y sigue mirando el fuego. Tocan a la puerta. Es la noche. Entra frotándose las manos y va a sentarse junto a abril mientras pide que no encendamos la luz. Junto al fuego apenas se la ve. Silencio. Apenas se oye el aliento cálido de Abril y un susurro lejano a besos que sale de entre las ropas de la noche. Seguramente algunos amantes que han buscado amparo en ella. No contaré nunca su historia. Y seguimos allí, callados, viendo como el duende del fuego salta de un tronco a otro incesantemente mientras canta una tonada que ahuyenta a Cronos. Debe de haber otro mundo fuera; pero hoy no nos importa.

Sueño

Sueño