"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

miércoles, 19 de diciembre de 2012

En su nombre (deuda)


 A primera hora del día se le rompió una taza de café. Casi sin querer. Resbalando de sus manos como si esa fuese una de sus funciones. Nada, siquiera el que lloviese pese a anunciar el diario que haría sol, la hizo preocuparse. Luego, no serian más de las doce y media, con las últimas gotas y un sol principiante, como siempre, se le quebró el rabo de la escoba. No era especialmente vieja, ni la forzó, fue como un presagio que nadie quiso interpretar, ni la ausencia, ni la mentira, ni el abandono, ni ella. “No problem”, pensó, se compra otra escoba y otra taza. Pero el día era recurrente y extrañamente obsesivo, y no serían más de las seis cuando dejó de funcionar el ordenador. Obsolescencia programada, y se cagó en la tecnología y en dos o tres nombres en inglés que no sabría escribir. Pensó en irse a la cama, en dejar que lo que quedaba de día se fuese en sueño, aunque alguno de ellos se convirtiera en pesadilla; pero no lo hizo, esperaba la fiesta. Y en la fiesta no habría tazas, ni escobas, ni ordenadores, solo ella y la risa.
Y llegó la fiesta, y la risa, y sus ojos, y sus labios, y la música sonando en un acorde infinito que parecía no tener fin. Y llegó la fiera desde un mundo de fieras. Se asomó una taza a la ventana del mundo. Una escoba sin rabo pasó calle abajo. Y alguien grito “se ha colgado” desde un hardware hecho de viento y susurros.
Aplausos, no son aplausos, son dos rayos que rompen la falda de la noche. Suenan aplausos de manco, donde solo una mano viaja por el aire. Y la risa, quebrada, se esconde en un cajón de la cocina, al lado una taza rota, y cierra el cajón sin hacer ruido, sin ruido.
Vuelve a llover, pese a que el noticiero dijo que haría estrellas, muchas estrellas, estrellas en su pelo, y en sus labios, y en su risa. Vuelve a llover.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Hace frío.

Hace frío. Más allá de la ventana debe de haber un mundo; pero hoy no me importa. Hace frío y mis dedos están tristes. Mayo es un recuerdo lejano que se ha deshojado bajo un viento que llega de las fauces de un dragón que no aprendió nunca a echar fuego. He olvidado mi reloj en algún lugar. Es especial. El relojero que lo hizo olvidó una hora, solo una, y cada día tengo sesenta minutos para esconderme entre el pelo de animales mitológicos que duermen a mi lado en el sofá. Sesenta minutos, una eternidad solo puesta en peligro por una espada que corta el tiempo en un incansable trabajo innecesario: ella y yo acabaremos en la misma fosa. Ni yo seré un caballero de historias legendarias en amarillas páginas, ni ella nunca acabará su tarea pese a su estúpido y mecánico encono. Hace frío. Abril, sentado delante de la chimenea, dice que se está pensando traer flores el próximo año. Tose, y de su boca cuelga el tallo de una amapola. Se limpia con su pañuelo y sigue mirando el fuego. Tocan a la puerta. Es la noche. Entra frotándose las manos y va a sentarse junto a abril mientras pide que no encendamos la luz. Junto al fuego apenas se la ve. Silencio. Apenas se oye el aliento cálido de Abril y un susurro lejano a besos que sale de entre las ropas de la noche. Seguramente algunos amantes que han buscado amparo en ella. No contaré nunca su historia. Y seguimos allí, callados, viendo como el duende del fuego salta de un tronco a otro incesantemente mientras canta una tonada que ahuyenta a Cronos. Debe de haber otro mundo fuera; pero hoy no nos importa.

martes, 27 de noviembre de 2012

Te quiero desde ayer.

Te quiero desde ayer, ¿o son ya más de treinta años? Ayer te vi ponerte el pijama desde mi ceguera intermitente. Tu pelo, tu contorno, la sombra de tus pechos que no alcanzaba a ver, tus gatos. Tus manos en mi espalda y Morfeo dando vueltas al borde de la cama. Te quiero desde hace apenas diez minutos, o puede que sea un siglo, mi amor es inconstante, a veces se rezaga, se esconde entre los chopos, parece que se ha ido jugando al escondite. Entonces ¿me he perdido? Hay brazos que aparecen colgados de balcones, y bocas en las puertas, y sexo en los rincones de cuerpos que ignoraba. Hay huellas que conozco, se ajustan a mis pies, me llevan de paseo. Te quiero justo ahora, y ahora es tanto tiempo que no logro abarcarlo. Pareces esta hoja, esta mañana fría, esta lágrima sin sal. La ausencia es un camino que lleva hasta tu aliento. Y tiro de las horas, me meto los minutos en el bolsillo de  mi pantalón roto, y voy dejando un rastro de segundos y besos. Te quiero desde siempre, que a poco sabe siempre cuando pienso en tu risa.

jueves, 22 de noviembre de 2012

No saciarás tu alma en estas tierras.

No saciarás tu alma en estas tierras, decía el cartel a la entrada. Y he de reconocer que así fue. Sol, un abrasador sol que se extendía desde el infinito hasta mis miedos. Sol, demasiado sol. Y un gélido viento en mi pecho al que no llegaba aquel calor. Caminé durante siglos por aquellos polvorientos caminos. Vi mi cara reflejada en la tierra quemada del lecho de los ríos secos. Una cara indefinida que apenas conservaba algunos rasgos del hombre que se adentró en aquellas tierras. los caminantes que me cruzaba nunca me hablaron, ni yo a ellos. El silencio era el príncipe inmisericorde que se instaló en  nuestras gargantas y en nuestros oídos. Un feroz silencio que lo llenaba todo. Dije mi nombre en voz alta, y el eco nada me dijo. Grité en el más atroz de los acantilados, y solo un viento calmo llevó mis palabras hasta el siguiente recodo. No dormí durante aquel tiempo, ni comí, ni bebí. No respiré aquel aire amargo que poblaba aquel paraje yermo. No morí. No se puede morir en las posesiones de la muerte. No morí. Envejecí unos años, pero unos años no tienen mayor sentido en casa de la eternidad. A menudo, en las noches donde el silencio dejaba escuchar el más leve lamento, oía una voz que repetía sin descanso la leyenda del cartel de la entrada, pero siempre añadía un susurro lo más parecido a un llanto que hace mucho no escuchaba.
Lloré, claro que lloré. Lloré hasta que alguno de los ríos ya no fueron lechos yermos; pero mi reflejo siguió siendo una mala caricatura de quién fui antaño. Una caricatura amarga como la sal de aquellas aguas. Y ya no hablo en pasado. Ahora vago entre iguales de un lado a otro. Hace unos días hicimos una hoguera con el cartel de la entrada. Los últimos tiempos han sido demasiado fríos, puede que sea porque ya somos muchos y el abrasador sol ya no logra calentar el suelo de este infierno. O puede que ya no nos importe nada.

viernes, 9 de noviembre de 2012

Los nadie (a lo lejos, entre sombras, adivino la locura)


 J- ¿Quiénes son?
M- No lo sé. Están siempre ahí, afuera, esperándome. Ayúdame.
J- Aquí no hay nadie.
El viento del norte llegaba sin obstáculos hasta la puerta de su casa. Noche, noche cerrada, siempre noche. Un silencio, apenas roto por el griterío de los niños y la banda de música, se dejaba caer desde lo alto.
M- Diles que me dejen en paz. Al menos hoy. Diles que no soy yo a quién buscan. Por favor cierra la puerta.
J. Pero ya te he dicho que no sé de quién me hablas. Afuera, más allá de la puerta, solo hay vacío. Ya he dado dos vueltas y nada, nadie.
M- Me dan miedo. Me hablan de mí, me hablan. Son incapaces de  cerrar la boca. Una y otra vez inundan de sonidos mi renuncia. Diles que se callen.
El pulpito lleno de generales, de madres de hijos muertos, de cocodrilos. Los focos luchando a brazo partido con la ausencia de estrellas. La luna llorando, escondida detrás de unos árboles, llorando. Una hoja que pasa rodando camino abajo dice que es enero, aunque no puedo ver bien el día.
M- ¿Eres un de ellos, verdad?
J- ¿Uno de quiénes? Acabarás por volverte loco y por volverme loco a mí.
M- Si, eres uno de ellos, el peor de todos. El que consiguió abrirse paso en esta selva de olvido y llegó a mi puerta. Eres el héroe de la manada. El que levantará su brazo con un cuchillo en la mano lleno de mi sangre. Al que levantarán estatuas por todo el país y será venerado en las escuelas y en cantos. Pero no me importa, no al menos si consigues que se callen. Aunque no me creas, diles que se callen por favor, aunque solo sea unos segundos. Hazlo por mí, por favor.
Sobre la puerta, a la derecha, en un rincón, una araña ha tejido una hermosa tela que tiembla a cada nuevo cañonazo. El ensordecedor ruido acalla por unos minutos las palabras de ambos. Se ven sus bocas, sus caras desencajadas, sus gestos, en un mundo donde el ruido los ha convertido en dos actores del cine mudo. Y de pronto, como si cientos de personajes, los cañones, los niños, la banda de música, y tantos otros, se pusieran de acuerdo en un complicado unísono, el silencio.
J- ¡¡¡¡¡¡ Silenciooooooooooooooooooooooooo !!!!!
M- ¿Lo oyes?, ¿oyes mi corazón? No suena, nada, silencio. Hace días que no suena.

sábado, 13 de octubre de 2012

Si te digo que te amo...

 Si te digo que te amo, no lo dudes, es mentira. Si te digo que te haré el más hermoso castillo en lo alto de las nubes. Que traeré la estrella más lejana para que alumbre las noches, y que un viento hecho de aliento cuidará de tus plantas, no lo dudes, es mentira. Pero, ¡ay amor¡, si te digo que te haré un poema, uno cualquiera, una de estas tardes en que un cielo sin nubes me impide hacer castillos, confía, entonces confía. Si te digo que en mi vida no hubo otras mujeres a las que prometí la luna, no lo dudes, es mentira. Si te digo que mis manos solo recorrieron un camino y mi cuerpo no trabajo más que para la tierra de tu vientre, no lo dudes, es mentira. Pero, ¡ay amor¡, si te digo que te haré un poema, uno en que mi memoria solo conseguirá que en cada verso esté tu pelo, tu mirada, tu silencio y tu sonrisa, confía, solo confía. Si te digo que la muerte no me robará tu boca, no lo dudes, es mentira. Si te digo que te espero, sentado a la puerta de la casa, sobre las nubes, en esta noche estrellada. Que nunca esperé a nadie más que a ti, no lo dudes, es mentira. Pero, ¡ay amor¡, si te digo que te haré un poema, uno que tendrá un solo verso, entonces lee y confía:

Si te digo que te amo, …

Aquí ella le miró, a él le tembló el lápiz en la mano. Estaba cansado. Un castillo no se hace en dos días, ni una estrella está dispuesta a viajar sin una buena causa. Suspiró, la miró, y entonces ella le dijo: si me dices que me amas no necesitaré un poema, ni un castillo, ni luz, si me dices que me amas… Y un silencio de besos hizo imposible escuchar el final de la conversación.

martes, 9 de octubre de 2012

Ella le dijo que no quería sexo

Ella le dijo que no quería sexo, que quería amor, y él le escribió un poema:

Trabajo para el tiempo y mi trabajo
Deja caer ríos de sudor entre tus pechos.
Trabajo en el ocaso, cuando el duende perverso
Guía mis manos por las sombras de tu cuerpo.
Trabajo hasta el cansancio, hasta la muerte,
Visitando sin medida tus medidas,
Devorando con mis labios tu cintura,
Llamando a cada puerta de tus miedos,
Tejiendo entre tus piernas.
Trabajo, y mi impaciencia, con mesura,
Busca entre tu aliento el corazón.

Y ella le dijo que no quería sexo. Se lo dijo sin mirarle a los ojos. El la miraba desde un lugar sin intenciones. La miraba a los ojos, no al deseo, no a lo innombrable, la miraba a los ojos; pero ella seguía repitiendo una y otra vez aquella frase.
Él recordó algún verso suelto de Benedetti mientras acababa de ponerse los pantalones. Se coló por el cuello con cansancio la camiseta, suspiro, un suspiro siempre va bien en cualquier ocasión, mientras ella repetía la frase como en un eco que no encuentra un monte en el que repetirse.
Se puso los zapatos, le tocó un tobillo sin doble sentido, y salió de la habitación llevándose todo su amor y un poco de sexo que nunca pasaría a la historia.

...y ahora escucha esto.

jueves, 4 de octubre de 2012

Camin a la locura: Cuanto silencio


Cuantos caminos recorridos, sin llegar al final. Cuantas puertas que se abrieron sin abrirse nunca del todo, y se cerraron y aun dejan entrar el viento de vez en cuando. Cuantos amaneceres que eran solo para mis ojos y nunca llegué a ver, cuantas vueltas sin sentido en un laberinto sin entrada. Al fondo, de mi vida o de este páramo donde pongo mi primer paso, debe de estar la mano que me traerá de vuelta. Cuantas lágrimas que salieron de otros ojos y eran mías.
Cuantas mentiras que puestas una encima de otra hacen la verdad más hermosa. Cuanto silencio. Mis manos me miran, esperando, y yo sigo caminando como si ese fuese el trabajo que se me encomendó. Cuanto silencio.

lunes, 1 de octubre de 2012

Me he muerto tantas veces


Me he muerto tantas veces que la muerte viene aburrida a mi casa. Esta semana dos veces, la pasada fueron fiestas y, aun así, no olvidó pasar a saludarme desde la ventana. A veces se me muere un dedo. Doloroso y, además, casi nunca definitivo. De la resurrección hablaremos otro día. A veces es una pierna, nunca entera, una rodilla, un tobillo, una parte que ni sabía que existía. Otras veces, influido por la poesía, un trocito de corazón. Nunca el mismo, una esquina, medio y luego la otra mitad, nunca el mismo. A veces es en la cabeza, dentro, donde un mar de ideas le grita a Caronte que deje de hacer viajes. Pero Caronte, esto lo sabe poca gente, es sordo, de no ser así le sería imposible soportar los lamentos y súplicas de sus miles de viajeros.
Me he muerto tantas veces que el día en que venga a por todo nos faltará la sorpresa. Ella tocará a la puerta, yo me haré el loco, y la locura nos llevará de viaje. Y todas las muertes que tenían nombre puede que dejen correr algunas lágrimas sin saber que el olvido también hizo bien su trabajo.
Hoy es lunes, quizá demasiado pronto para recibir visita, aunque con ella nunca se sabe, y tampoco es que a ella le importe mucho el tiempo.
Me he muerto tantas veces que este sabor a trenza que no me puedo quitar de la boca y el reflejo oscuro no me ayudan a saber quien soy. Alargo la mano, amarilla, me echo el pelo hacia atrás, el reflejo del sol me molesta, camino despacio sin pisarme la capa, mañana será domingo.

y ahora escucha esto.

domingo, 23 de septiembre de 2012

Historia de una farola.

 La costumbre, las buenas maneras y la decencia, inventaron el día, los altares, los trajes blancos y el arroz. El deseo, ese impertinente obsceno, invento las sombras, las farolas que ya fallan y apenas alumbran, los callejones. Y nosotros, que siempre tuvimos un miedo nunca muy bien definido, decidimos que el día no era un mal sitio para vivir, pese a que en los altares se sacrificaran vidas, pese a que ya esté pasado de moda el traje blanco y nos apriete un poco en las costuras, y el arroz se nos pase casi siempre. Pero el deseo no solo es impertinente, es constante, aunque a menudo torpe, y nos susurra en la siguiente esquina, siempre en la siguiente esquina, no importa donde estés. Y es lo que tiene el miedo, que nos convirtió en moldeables, en fáciles de convencer. Así es que por el día, cuando más calienta el sol y el reflejo de los trajes blancos es una estupidez que daña nuestros ojos, las calles son un buen lugar para pasear regalando sonrisas de buenas maneras. Pero las sombras, nuestras sombras, ya se guiñan el ojo, se citan para luego, sonríen a nuestras espaldas. Y llega la noche, los callejones se llenan de silencio solo roto por algún beso, las farolas bajan todavía más la luz entornando sus ojos, y el deseo se pasea desnudo por todas y cada una de las calles sonriendo.

martes, 7 de agosto de 2012

De la serie "náufrago": Sólo son dos manos.

Y abriendo las manos se las enseñó. Esta es mi vida, le dijo. Y las mantuvo en el aire. ¿Por qué no hay nada?, le preguntó. Míralas bien. Por más que las miro no veo nada, dijo. Puede que algunos callos, pero nada más. Guardó las manos en sus bolsillos y comenzó a andar. Espera, le gritó, no te he enseñado lo que he hecho yo en mi vida. Paró y pensó durante unos segundos si aquello tendría sentido. Finalmente dio la vuelta y se acercó. Mira, dijo señalando a la derecha, esa casa que ves, la que tiene tantos balcones, es mía. Ven, acompáñame. Los dos llegaron ante la puerta y antes de que tocaran esta se abrió. Instale un sistema para abrir con el llavero sin tener que tocar en la puerta, le dijo. Le siguió al interior de la casa y entraron en un salón que parecía no tener fin. Le ofreció asiento y se fue volviendo a los pocos minutos con una caja en las manos. Se sentó a su lado, la abrió y sacó un puñado de fotos que dejó sobre sus piernas y, cogiendo la primera le dijo que era la primera empresa que había puesto en marcha, allá por los años ochenta, y que le tenía un especial afecto y por eso la conservaba abierta pese a que ya no le producía beneficio alguno. A esta foto le siguió otra, y otra, una casa en la playa, unos cuantos coches, y un sin fin más de cosas ante las que sonreía orgulloso mientras sonreía por educación.
Más de una hora le estuvo enseñando fotos acompañadas de las más extrañas y precisas descripciones. Él no mostró en ningún momento ni signos de cansancio ni de molestia. Se limitó a estar sentado allí, mirando las fotos y atendiendo las explicaciones. Al final acabó con un “esta es mi vida” y se despidieron.
Salió a la calle, todavía llevaba colgando sus brazos a los costados. Miró sus manos, apenas unos cuantos callos, como le había dicho, sonrió y las guardó en sus bolsillos, yéndose, con una sonrisa bailando en sus labios, calle abajo.

jueves, 26 de julio de 2012

De la serie "náufrago": el futuro.

Un mar demasiado grande para mis cortos brazos. Un llanto que no sería capaz de abarcar ni aunque mis ojos fuesen cientos y no tuviesen otra labor que llorar sin descanso. Una vida, solo una, y este cuerpo que arrastro sin mucha convicción hacia un precipicio que nunca encuentro. Y no me quejo, no me quejo. Mañana no quedará ni una gota de ese mar, pero mis piernas serán igual de torpes que lo son hoy. Me sentaré en medio de un páramo sin horizontes donde el recuerdo del agua se transforma en sal. Hablaré para nadie, reiré con nadie, y no lloraré, porque el llanto es de las pocas cosas que encuentran futuro en la soledad. Tendré la mano presta por si pasa un viajero saludarlo en la lejanía; pero ese es un sueño que nunca se cumple. Pero todo eso será mañana, cuando el insufrible trabajo que es pensarme durante estas horas esté acabado.

martes, 10 de julio de 2012

De la serie "náufrago": Las visitas.

Hoy he visitado a un amigo y a una amiga. Por lo demás escribo con frases cortas y claras. Por ejemplo “el sol está arriba”, de la que puede deducirse que no soy dios. O “el infierno está abajo”, de la que no puede deducirse nada, al menos no mientras siga cayendo.

miércoles, 27 de junio de 2012

jueves, 21 de junio de 2012

Era el peor hombre


Era el peor hombre sobre la tierra. Sus ojos mentían. No con la mirada, que era todavía la de un niño pese a su edad. Ni mentían cuando se dejaban caer por el pelo de alguna mujer. Mentían porque nunca supieron reflejarse en otros ojos, sobre todo si esos otros ojos buscaban con desesperación la mentira. Era el peor hombre porque su manos, unas manos que no fueron concebidas para la música, ni para trabajar la madera, ni para modelar el pan, se afanaron en servir para la caricia. Y una caricia, sobre todo si es en la espalda de una mujer, ha de contar con tantos salvoconductos que es muy difícil que no acabe cayendo en las redes de la mentira. Y no porque sus manos no recorriesen aquel mundo de piel y almendras con la suavidad, cuando esta era necesaria, y con la firmeza, si así era su cometido, sino porque una espalda, sobre todo cuando llego a esas manos en un paseo que creyó que la llevaría a otros lugares, tiende a hablar de ellas como extrañas, como ladrones que se colaron en una tarde de mayo cuando es tan difícil decirle que no a unos dedos. Pero todo eso no habría sido suficiente para ser el peor hombre sobre la tierra. Se empeñó en hablar, en escribir, en dejar que las letras se convirtieran en mariposas si ese era su antojo, o en gotas de lluvia si la sequía duraba mucho, o en labios, si la sequía duraba todavía más. Y todos sabemos lo peligrosas que son las palabras cuando hay unos odios prestos a darles acomodo.
Y así fue que se pasó la vida mirando, a veces con la mirada perdida, y otras con unos ojos frente a él que devoraban poco a poco los suyos. Y que sus manos no dejaron de navegar ni un día, aunque hubo días de soledad, de frío, de oscuridad, donde parecían arañas sin norte ni cometido; pero también los hubo de hombros, y de cinturas, y de lugares prohibidos a los que fueron invitadas. Y no calló, porque nunca fue necesario y porque nunca le fue posible. Dejó que sus palabras iniciaran viajes de los que no sabía con qué volverían. A veces volvieron con dolor, con ausencias, con llanto, y otras llevaban enganchadas palabras que se le metieron en el cuerpo como se meten los rayos de sol de abril cuando todas las puertas están abiertas.
Pero hay más normas que ojos limpios, y más que espaldas dispuestas a la aurora, y más que al silencio. Por eso, al final, pese a que sus bolsillos estaban llenos de invitaciones a vivir, acabo siendo el peor hombre sobre la tierra, aunque mirando sus ojos nadie lo diría, ni mirando sus manos, ni escuchando su risa a ratos, y su llanto a veces.

martes, 15 de mayo de 2012

A veces es difícil el pacto con los años (prosa poética)


 A veces es difícil el pacto con los años. Cuando menos lo esperas, en un otoño cálido, se presenta, desnuda, la `primavera en casa. Y alargando la mano te ofrece una amapola. Tú le hablas del invierno, del frío que ya sientes subiendo por tus piernas. Le enseñas las heridas que ha dejado el viento, en tus ojos, tus manos, en tu pelo que vuela sobre reflejos blancos. Pero ella te sonríe, y abona los recuerdos que ya secó el verano. Florecen, milagro en tierra atea, florecen como nunca. Tú le enseñas las ramas, ya secas del deseo. Le hablas del engaño que tejen los colores, las formas, las palabras, sobre un cuerpo vencido que solo espera el fuego. Pero ella, en su ignorancia, habla de su experiencia, mientras en sus piernas brotan tallos, en sus dedos mariposas, y en su boca caracolas donde sabes que tu sexo navegará sin norte.
A veces es difícil el pacto con los años. Cuando menos lo esperas desaparecen veinte del libro de las cuentas. No del hueso, ni el cansancio. No de las batallas que ya no recuerdas quién ganó. No de la cuenta que la muerte tiene colgada en la nevera con tu nombre. Se los lleva de golpe una mano en tu hombro, en una calle extraña. Se los bebe de golpe tu boca con cerveza y gotas de impaciencia. Y levantas la vista para mirar las nubes. Del norte, vienen del norte, y dolerán mis caderas cuando ya no sople el viento, pesará mi equipaje cuando ella se marche. Y en medio del silencio ella que ríe. Se le gastan los años en risas y miradas. Se le llenan de flores los ojos y las ansias.
A veces es difícil el pacto con los años. Cuando menos lo esperas, de golpe, es primavera.

miércoles, 9 de mayo de 2012

¿Sabéis?

¿Sabéis?, era un hombre bueno, aunque a veces cometía alguna que otra pequeña maldad. Era sabio, pese a que se equivocó en más de una ocasión, no era infalible
.
Era un hombre al que la sonrisa le acompañaba veintitrés horas al día, queda claro que una hora su rostro parecía triste, o enfadado, o huraño. Era amable, siempre era amable. Puede que haya exagerado un poco, porque sus momentos de hosquedad claro que los tenía. Los menos, en meses podían contarse con los dedos de una mano, pero los tenía. Era un hombre que amaba a una mujer, sin elegirlo, ni sexo, ni edad, ni color del pelo, simplemente sucedió y amaba a una mujer; pero no era un hombre perfecto y mujeres hay tantas. No mentiremos diciendo que solo la amó a ella, no fue así. El camino es largo, las tentaciones, sin diablo, son tantas, que no pudo evitarlo a veces. Y amó a otras mujeres, y alguna de ellas también lo amó a él, cosas que pasan. Era un hombre joven, aunque algunas canas en su pelo se empeñaran en decir que no. Y algunas arrugas en sus ojos, de reír, ya sabéis. Y algún pequeño dolor en más de un hueso, normales de la vida, que no de la edad; pero era un hombre joven.

Además era humano, por lo que no le faltaba de nada. Contradicciones, falsas apariencias, defectos varios achacables a la moda, al tiempo, al espacio, a la vida. Y más de un tic tanto físico como mental. A fin de cuentas era un hombre y sin embargo…
Sin embargo cuando se le preguntó a la gente esta contestó: es un hombre que comete maldades, que se equivoca, que a menudo parece triste, enfadado, huraño. En ocasiones es hosco. Y por si fuera poco amó a varias mujeres y algunas de ellas a la vez. El viejo, el muy viejo.

Ya veis, cuestión de enfoque, porque a fin de cuentas solo era…un hombre, puede que un hombre bueno, puede.

sábado, 5 de mayo de 2012

Testamento

Testamento.

Es mi última voluntad que todo aquello de lo que he disfrutado en esta vida sea repartido de la siguiente forma:

1.- A los ricos, a los poderosos, a los que acumulan todas las riquezas de este mundo, les quiero dejar el cielo, con todas sus estrellas (según el último inventario), con el sol (que aunque sea una estrella más, es la mía). Les dejo el agua, toda, la que está en los ríos y en los mares, la que mana de todas y cada una de las fuentes, las nubes. Voluntad mía es que sean los dueños de la tierra. No importa si esta es yerma o la más fértil, si son miles de acres hasta el infinito o si se encuentra en pequeñas macetas en balcones. Toda la tierra es para ellos. A ellos también les corresponde la posibilidad de la risa, de la ternura, de la felicidad. Esta la podrán disfrutar en valles, como en el que yo he vivido, en montañas, en todas y cada una de las playas, en las ciudades (que ya casi todas son de ellos), y en cualquier rincón de este mundo, que también les cedo.
Para cualquier otra cosa, material o no, de la que he disfrutado en esta vida, queda escrito que mi voluntad es que también sea de ellos.

2.- A los demás, a vosotros, que tanto os parecéis a mí, solo os dejo dos cosas: la voluntad de cambiar lo anterior, y la capacidad de que así sea.

3.- Las demás cosas, la tristeza, el abandono, el sufrimiento, la pobreza, la ignorancia, y tantas otras, ya hubo un dios que las repartió sin mucho tino. También esas tendréis que arreglarlas con la voluntad y la capacidad.

El presente testamento fue firmado en Buñol, a 5 de mayo de 2012. Desde hoy, y hasta el día en que se deba hacer efectivo (léase “el día de mi muerte), intentaré, con mi torpe voluntad y mi poca capacidad, que no tenga sentido el punto uno.

miércoles, 2 de mayo de 2012

Feliz cumpleaños

-         Cincuenta años ya, Juan, uno encima de otro.
-         Antonio se dice “uno detrás de otro”
-         No, Juan, no, encima, y bien encima, porque no imaginas como pesan. Cada año, enterrado en lo hondo del olvido, se convierte en plomo. Cada vez cuesta más arrastrarlos con un poco de dignidad.
-         Joder Antonio, ¿esta va a ser la celebración a la que me has invitado? Pues vaya funeral.
-         Qué más da funeral o fiesta. En los dos sitios hay muertos. Unos no lo saben todavía, los otros no lo sabrán nunca; pero muertos, como tú y yo. Como este vaso, como esa mujer de la esquina de la barra, como tú y yo.
-         Ahí te doy la razón, solo a dos muertos se les ocurriría celebrar el cumpleaños de uno de ellos. Brindo por eso. Pero el mío será una fiesta, con muertos, con música, con mujeres, con muchas mujeres, estén muertas o no, y contigo.
-         Bueno, de la mía tampoco te podrás quejar. Hay una mujer, muerta, en la esquina de la barra, le ha sonado la música del móvil, y estás tú, a que más.
-         Vaya, los cincuenta años de plomo no te han quitado ni una pizca de ironía. ¡¡¡Brindo por este muerto!!!. ¡¡¡Alcen sus vasos y de un trago!!!.

La mujer del fondo de la barra levanta la cabeza con somnolencia. Sus codos están rojos de tenerlos apoyados. Sus ojos están rojos. Se le cae el móvil al suelo. Y con voz temblorosa repite las palabras de Juan mientras levanta con torpeza su vaso y derrama más de la mitad sobre su pecho.

-         Yo lo recojo.

Y Antonio se va hacia ella con paso torpe. Cuando está justo frente a ella agacha la cabeza y la mete en el escote. Pasa su lengua lamiendo la cerveza que se derramó en aquellos pechos. La mujer espera, con el vaso medio vacío en la mano y la mirada puesta en algo en el suelo que se parece a su móvil. Cuando Antonio levanta la cabeza ella le hace un gesto señalando un lateral de su pecho. Hunde de nuevo su cabeza. Al fondo, en una mesa, un hombre no deja de tomar notas. Antonio se despide de la mujer con un beso en la mano y se encamina hacia aquel hombre. Al llegar apoya ambas manos en la mesa. El hombre no levanta la vista. Y Antonio, con voz de borracho, lee en voz alta el título del libro que hay sobre la mesa “Manual de la buena educación”. De repente rompe a reír, con una risa incontrolable. Juan, desde el otro extremo del bar, le acompaña mientras se sujeta a la barra para no caerse. La mujer apenas suelta unas risitas tapándose la mano con la boca.
Antonio vuelve justo a Juan.

-         ¿Lo ves?, la buena educación, eso es lo que mueve el mundo, la buena educación. Bueno, eso y un interés del veinte por cien.

Y de nuevo le da la risa. Esa que hace que tengas que agarrarte la tripa y da tos.

-         Mira, le dice Juan, yo, si no hubiese sido por mi buena educación, hoy sería… que te diría, ¿ministro? Si, por lo menos ministro, y no maestro de escuela, un pringado que no llega a fin de mes. Ministro de educación, desde luego. Pero fue decir “no, pasa tú primero”, y se me colaron más de mil.

Y más risa de la que llenaba el local recorriéndolo de parte a parte. Se subía al escote de la morena, saltaba sobre la mesa del erudito, se arrastraba por el suelo del bar. Y moría agarrada a un botellín de cerveza.

- ¡¡¡Que aparten ese ataúd de la puerta que sale la legión!!!, gritaron a la vez Juan y Antonio. Y salieron del bar marcando el paso. Llevándose la risa, los botellines de cerveza a mitad de beber, cincuenta y pico años de plomo que abandonarían en el primer contenedor de la basura, y una morena entre los dos, con los brazos de ellos rodeándole la cintura mientras la daban de vez en cuando un beso en el cuello. En el bar se quedó un silencio propio de un campo santo, un sepulturero vestido de blanco y un vacío de esos que solo dejan dos buenos maestros cuando dejan su oficio. Un móvil no dejaba de sonar.

domingo, 15 de abril de 2012

Tres meses

Enero, y el llanto tocó todos y cada uno de los días a su puerta. Le abrió la alegría. Febrero. La alegría marchó a un corto viaje. Le dijo que dejaba todas las puertas bien cerradas, las ventanas. Incluso puso tiras debajo de las juntas para que ni la más leve brisa se colara. Confiada cenó, vio un rato la televisión y se fue a la cama. Y allí estaba el llanto, en la mesita de noche, entre un libro y el despertador, esperando.
Pasó febrero, menos corto de lo que esperaba, y marzo, y la alegría no dio signos de vida. Sus ojos, acostumbrados a la educación, no dejaron de prestarle asilo al llanto. Ni su pecho. Probó el sabor de todas y cada una de las mentiras. Los días no tiene las mismas horas, comprobó con dolor. La soledad, esa dama a la que se vestía en las poesías de una áurea de agradable melancolía y cierta bohemia, no dejó de ser tiempo inagotable con sabor a retama y miedo. La esperanza, una lucha a plazo fijo de la que nunca se saca rendimiento. Y cuando la monotonía, que siempre llega a traición, estaba a punto de saltar sobre ella navegando sobre el llanto, tocaron a la puerta.
Abrió y se encontró con la alegría. No le pidió explicaciones, tampoco se las hubiera dado. Se abrazó a ella y le dijo que la apretara fuerte. La alegría, ignorante de todo lo ocurrido, la apretó y notó como latía su corazón. Se apartó con cuidado de ella y le dijo “¿lloras?”, y ella, sonriendo, le contestó “me despido del llanto”, y se volvió a abrazar con fuerza.

Y ahora escucha esto...

lunes, 9 de abril de 2012

Luciérnagas

Enciende un cigarro. Se apoya en la barandilla de su terraza con ambos brazos. Da una calada profunda mientras mira los tejados. Las ventanas, en las fachadas, le encanta mirarlas. No son simétricas. Grandes, pequeñas, a diferentes alturas, como si un niño pequeño las hubiese estado dibujando en una tarde de monotonía y aburrimiento. Imagina que la vida de las gentes que viven detrás de esas ventanas tienen una vida parecida a ellas. Días grandes, que casi ocupan meses, y otros tan pequeños e insignificantes que se pierden en los chaflanes, en los vierteaguas, en la soledad de una tarde de abril donde ya comienza a anochecer. A cientos de kilómetros sabe que hay una mujer que piensa que él ya no la recuerda. Y sin embargo ahora la ve subida en cada una de las azoteas que el sol va guardando para mañana.
Da otra calada. Tira el humo sin ganas y este sube contorneándose ante sus ojos. Intenta cogerse a él como se cogía a las caderas de ella, y durante unos segundos lo consigue. Sexo en la calle. Sonríe. Y el humo desaparece en el cielo camino de los labios de ella. El viento se cuela por su espalda, fresco, como eran las manos de ella. Frescas e inseguras. ¿Cómo serán ahora esas manos? Los meses han venido puntuales a robar su recuerdo, y en cada viaje le han dejado una marca en su piel, en su pelo, en sus ojos. Apenas distingue ya los tejados que están más cerca, siente aumentar el frío. Un par de caladas más y lo dejo, piensa mientras lleva el cigarro a sus labios. ¿Si lloro, ella llorará?, ¿si río, sus labios se abrirán para esperar un beso o lanzar la risa?, ¿si imagino con fuerza su cuerpo desnudo, sentirá todo el frío que ahora sube por mis manos? Apaga el cigarro y mira a lo lejos. Las ventanas se han comenzado a llenar de luciérnagas y algunas sombras caminan entre ellas. Mete las manos en sus bolsillos, se vuelve y nota como le miran desde todas partes. El frío, ¿será el frío del olvido? En cualquier caso mañana volverá a fumar un cigarro.

Y ahora escucha esto...

sábado, 7 de abril de 2012

Agujeros en los calcetines

Tengo algún que otro agujero en los calcetines, los zapatos manchados, más de un roto en los pantalones, y las puntas del pelo encrespadas, ¿a qué extrañarse que tenga el alma como la tengo? Me duelen las rodillas, a veces se me duermen las manos, mis dientes juegan a hacerse viejos a mis espaldas y mi vista vino ya con defecto de fábrica, ¿a qué extrañarse que me duela el alma? Me levanto cada día en el principio del laberinto, a media mañana no he avanzado mucho. Entonces me tumbo al sol, lo dejo, quizás mañana. Mi ansiedad camina tres pasos por delante de las flores. Juraría que es verano y sin embargo el calendario dice que es abril. Y todavía me sorprendo cuando una mujer dice mi nombre. ¿A qué hacer como que me asombro si hay días en que no encuentro mi alma?
Tengo cientos de heridas repartidas de forma inconcebible, dijo el alma. No encuentro un espejo donde sea capaz de ver mi reflejo ni el eco me devuelve mis palabras. ¿A qué extrañarme que viva en este cuerpo? Los que dicen ser mis amigos no dejan de pasar sus uñas por mi piel. A menudo camino sola por las calles sin el sustento de su innecesidad. Y si intento buscarlo los caminos se multiplican alejándome como si del demonio se tratase. ¿A qué extrañarme que le mire a los ojos y vea un extraño?
Las seis y media de la mañana, y el alma se puso sus zapatos machados. Yo recogí los caminos para guardarlos en cualquier cajón. Fuimos ante el espejo, como cada mañana. Yo con esa mirada de sueño que solo tienen los que durmieron mal en un mar de uñas, y ella con el pelo alborotado. Pareces una brujita, le dije. Me sonrió, como cada mañana, y se metió en uno de mis bolsillos.

martes, 3 de abril de 2012

Mil mentiras (adivinanza)

-         Hoy he dicho mil mentiras, un buen día.
-         ¿Mil mentiras, Lucio? ¿y dices que ha sido un buen día?
-         Y tanto Carlos, y tanto. A primera hora le dije a la señora Lucía que estaba guapa con ese pelo. Ya ves, la primera, de las piadosas e innecesarias. Pero si hubieses visto como se le alegro la cara. De oreja a oreja la sonrisa. Se tocó instintivamente el pelo y me dijo “si, ¿verdad?”. Y yo repetí la mentira sin pudor “desde luego, la hace más joven”. Y de nuevo me sonrió, pero ahora con un sonrojo de adolescente que era lo único joven en aquella cara. Tu ya sabes su edad, como sabes que aparenta diez años más de los que tiene; pero se sonrojó, como una niña. Le sonreí y me marche, la sonrisa fue verdad, pero tú ya sabes que una verdad no descuenta una mentira.
-         Pero Lucio, esas mentiras ni se cuentan.
-         Todas, Carlos, se cuentan todas, hasta las que pensamos y se quedan en proyecto de labios y silencio, se cuentan todas.
-         De todas formas llevas dos, hasta mil…
-         Hasta mil me crucé con mucha gente, fui al trabajo, luego comí en el bar de la esquina de la plaza, volví al trabajo, luego una cervezas con conocidos, un rato al partido, ya sabes, la política y sus verdades, y la vuelta a casa. Saca cuentas, no hay que ser muy listo. Y no te dejes  ninguna, que las que se quedan sin dueño pueden acabar en cualquier sitio.
-         Ya saco, ya, pero no me llega. Novecientas noventa y nueve, no más, ni una más.
-         ¿lo ves?, son mil, como te dije.

jueves, 29 de marzo de 2012

Memorias de un ángel

Por el camino de tierra, me dijo, se fue por el camino de tierra. Miré ante mí. Solo había un camino, de tierra, pero solo uno. Aquel febrero no era como el del año anterior, ni como ningún febrero que yo recordara. La tierra estaba seca. Las grietas que se abrían en el camino hacían que los pies no encontraran nunca un acomodo estable. Se pegaba el calor a la suela de los zapatos y las traspasaba como si fuesen de papel, quemando los pies y subiendo por el cuerpo de uno hasta que le quemaba las ideas. Y en aquellos días nadie tenía una idea buena. Apenas jalonaban los laterales del camino algunas aliagas que habían tomado un color dorado y daban la sensación de estar ardiendo. O lo estaban, porque caminar por aquel lugar era lo más parecido a los últimos pasos camino del infierno. Y lo puede jurar alguien que ha hecho ese camino varias veces.
¿Está seguro?, le pregunté con la vana esperanza de que se hubiese equivocado. Nadie en su sano juicio se aventuraría en un día como hoy por ese camino, añadí. Y él, sin levantar casi la cabeza, aquel calor no solo era capaz de fundir las ideas, antes se tomaba el gusto de quemarle a uno la frente, dijo, usted no me preguntó si estaba en su sano juicio, solo por donde se fue, y yo se lo digo, ahora es su juicio el que hará el resto. Y yo tampoco andaba sobrado de juicio por aquellos días, ni de juicio ni de dinero.
Con dios, le dije mientras tomaba mi petate y me encaminaba hacia aquella boca de horno. Y con una indiferencia que casi me heló la sangre, y no hubiese sido malo que así hubiese sido para aquel viaje, me contestó, ya hace mucho que dios no viene por estas tierras. Y estoy seguro que era así, apenas un terrenito del diablo.
Yo soy enjuto, siempre he de hacerle un par de agujeros, o tres, a los cinturones que me compro para que me ajusten bien y, a veces, ni aun así. Pues aun encontraba sito aquel sol abrasador para quemarme el alma. Y con un alma a doscientos grados no se pueden tener buenas ideas, no se puede.
¿Y me dice usted que ha bajado por el camino?, le preguntó el del bar mientras le ponía el vaso de vino delante. No contestó, no al menos enseguida, necesitaba limpiar algo del polvo que llevaba en su boca. Del otro ya se ocuparía más tarde si era preciso. Tomó el vaso y se lo bebió de un trago. Tuvo la sensación de que una bola de esparto recorría toda su boca y se lanzaba hacía su estómago raspando todo a su paso. El vino se llevó el polvo, el calor y el miedo, de golpe. Tosió un par de veces y estiró la mano sujetando el vaso. El del bar se lo volvió a llenar. Si, respondió, todavía con la sensación de sequía en su garganta, por el camino. Es raro, hasta noviembre no suele aventurarse nadie por él, es como caminar por dentro de un volcán. Se miró las suelas de sus zapatos y estaban totalmente desgastadas. Apenas dos días de caminar sobre aquellas brasas habían bastado para desgastar totalmente sus zapatos. Volvió a beber de golpe el vino y de nuevo alargo el brazo con el vaso. No se quitará así el polvo de la garganta, no señor, dijo el del bar. Lo tiene en la cabeza, y tardará varios días en irse, mejor dormir un poco, eso ayuda, y comer, aquí tenemos buena comida para olvidarse del polvo. De todos modos él hizo un movimiento de mano para que le llenase el vaso. El del bar se lo llenó mientras movía la cabeza. Dos días, pensó, tengo dos días para descansar un poco. ¿Cuánto hay hasta el siguiente pueblo?, preguntó. ¿De tiempo o de polvo? Le respondió sin ironía el del bar. Lo miró sin acabar de entender. De tiempo no más de cinco días; pero el camino es aquel de allá. Y con el brazo señaló a la derecha. Volvió la cabeza y sintió que todo el polvo que había conseguido arrastrar el vino volvía de golpe a su boca. Era el mismo camino, o eso le pareció a él. Tuvo que girar la cabeza y mirar hacia el norte, hacia el sitio por el que había venido, para convencerse de que no era el mismo. Y cinco días, le había dicho el del bar. Dos días, apenas dos días con sus noches, y la sensación de haber caminado durante años por un desierto de fuego. No podré soportar los cinco días, pensó, mejor lo espero aquí y que las cosas sean como han de ser. Pero no, sabía que no podía esperarlo. No tenía sentido aquella huida de tanto tiempo para acabar esperándolo a la sombra de un bar, con un vaso de vino en la mano. No. Descansaría día y medio, él no tardaría menos en llegar, y seguiría su camino, aunque su destino fuese entrar en el infierno por el camino principal. Puede que su vida no hubiese sido más que eso, caminar sin descanso hasta el infierno, hasta llegar a aquellos dos últimos tramos. Su vida, y pensó en su mujer y en sus dos hijas. ¿Tiene habitaciones? le dijo al del bar. Arriba, en la segunda planta, lo más lejos posible de este fuego que no para de manar del suelo, le contestó. Venga al mostrador y le daré la llave. Sentía como le ardían los pies. ¿No tendrá un par de zapatos por ahí que pueda comprarle? Desde luego, y no hace falta que me los pague, no es normal tener clientes en esta época del año, con lo que beba y coma estaré más que pagado.
Casi era mejor tenerlo de cara. Al enemigo siempre de cara, pensó mientras se secaba el sudor. Y miró de reojo a aquel sol que no dejaba de trabajar ni un solo segundo. Un cielo raso, como si en algún lugar estuviese escrito que las nubes tenían prohibido pasar por él. Estará sentado, a la sombra de algún bar, descansando. Dos días, no más, me dijo aquel viejo, dos días y el camino se acaba en el pueblo. Y ya hace día y medio que voy bajando. A veces me llega como un olor a pluma quemada; pero en este lugar siempre huele a quemado. Se me mete muy hondo, tanto que acaba por quemarme el ánimo. Media jornada y estaré en el pueblo, me puedo sentar un rato a descansar.
Necesito su nombre para el libro, le dijo el hombre del bar, sin dejarle bajar del todo las escaleras. Todavía llevaba el hielo en su corazón, como si fuese el único reducto donde se podía sentir algo de frío en aquella tierra. Un frío que se le había colado en las pesadillas de aquella noche. Gogol, dijo sin mirarlo. Había soñado con hielo, mucho hielo, un hielo que no podía acabar con el polvo y el calor que manaba de su boca. Cortaba, como si el mejor de los artesanos hubiese estado trabajando en las aristas infinitas de aquel hielo y, sin embargo, cada una de las aristas se derretía ante la presencia del polvo convirtiéndolo en una pasta marrón y pegajosa que se agarraba a su piel. ¿Cómo ha dicho? Gogol, repitió mientras por la ventana veía el camino que debía acometer. Ni sombra de árbol, ni sombra de nube, ni nada que pudiese arrojar una sombra sobre aquella lengua larga del diablo. Tendrá muchos nombres, pensó, Belcebú, Satanás, El diablo, y tantos otros, pero una sola lengua, y está frente a mí, esperando mis pies para tragarme como el más terrible de los camaleones. Son cuarenta con veinticinco. Hurgó en su bolsillo. Dinero de sobra, demasiado, quizás hubiese sido mejor no tenerlo y quedarse dos días trabajando en aquel bar para pagar la deuda; pero entonces él llegaría antes de que se hubiese ido. Dudo durante unos instantes. Sacó la cantidad y la dejó sobre el mostrador mientras le preguntaba al del bar si sería posible tomar algo antes de marchar. Desde luego, ¿algún vino en especial? Si, si hay que morir que mejor manera que con el sabor de un buen vino en la boca.
Reemprendió el camino. Media jornada y estaría en el pueblo. Sabía que ya se habría marchado, pero confiaba en haberle robado al menos media jornada de ventaja. Se miró las suelas de los zapatos. Gastadas, demasiado gastadas, no para media jornada pero si para continuar. Ya compraría calzado en el pueblo. Estaba seguro que había sido de noche. Cuando cerró los ojos aun estaba el sol en lo alto, y al abrirlos allí estaba, esperándolo. Estaba seguro que había sido de noche, aunque solo fuese por esa extraña sensación a hielo en su corazón. Limpió como pudo el polvo de su ropa, aunque sabía que era trabajo perdido porque a los dos minutos de andar volverían a estar llenas. Lo hizo mecánicamente, más como un “comienzo de nuevo” que como una necesidad. Y retomó el camino. Oía como el calor hacía crujir el suelo, como se rompían los granos de tierra ante aquel insoportable calor. Solo dos almas serían capaces de aguantarlo, y las dos debían tener el mismo odio en su interior. Un odio que soportaría aquel calor como sería capaz de soportar el viaje al mismo infierno. Y se rió. ¿Acaso no era precisamente aquel el camino al infierno pese al olor a plumas que lo llenaba todo? A la hora y media, más o menos, cerro sus ojos lo suficiente como para poder divisar a lo lejos sin que el sol se lo impidiera. Las primeras casas. Entre ellas un bar. Sintió como si de golpe todo el polvo que tenía dentro de su cuerpo subiese a la carrera a su garganta. No apresuró el paso, no hubiese podido. Volvió a bajar la vista al suelo y continuó sin prisa.
Ante él dos mesas a la puerta del bar. En una, sentado, un hombre, con un delantal que le cubría casi hasta los pies. Demasiada tela para estos calores, pensó. Con un vaso de vino a mitad beber. En la otra, dos sillas vacías, un vaso vacío, y algunas plumas sueltas en el asiento de una de las sillas y por el suelo. A la derecha, en uno de los troncos que servían de soporte al porche, colgados, dos zapatos con las suelas totalmente gastadas. El hombre se levantó, arregló su delantal, y antes de que le dijese nada me dijo: ¿Y me dice usted que ha bajado por el camino? Tuve la sensación de haber estado allí antes. De bajar por un camino que era el mismo que veía un poco más adelante, a la derecha. De traer en la garganta un infierno que no se iría nunca, porque era yo quien lo alimentaba. No le contesté, tomé el vaso de vino y lo bebí de un trago.

Acometo un viaje eterno

Acometo un viaje eterno,
Sin prisa, sin alimento.
Me preparo para un vuelo
Donde las alas son viento.
Me despido de mi gente,
De los caminos de hielo,
De las puertas con candados,
De las promesas sin dueño.
Tiene nombre de mujer,
Boca y caderas de ámbar,
Risa, me guía su risa,
Luz para borrar mis sombras.
Acometo una locura
Que se alimenta en sus pechos.
Robo unos besos al este,
Abro un surco en los temores
Que la noche me guardaba.
Una voz grita a lo lejos,
Entre millones de voces,
La tonada de mi nombre.

Y ahora escucha esto...

sábado, 17 de marzo de 2012

Dejo atras la ciudad

Dejo atrás la ciudad. Me sumerjo en sus calles bajo un atronador conjunto de ruidos que lo llena todo de silencio. Sin prisas, con la vorágine de quien sabe que si no es su último día se parece demasiado. Miro a todos lados y cientos de imágenes acaban por conformar el más terrible y desolador de los páramos. Siento resbalar una lágrima por mi mejilla mientras mi risa hace que más de una persona se vuelva y me mire con asombro. Camino torpemente, como si estuviese subido en una de esas escaleras mecánicas de los centros comerciales pero en sentido contrario. Siempre en el mismo sitio pero con un cansancio que acabará por derrotar mi cabeza mientras sube despacio por mis pies, agarrándose con sus dedos metálicos a mis piernas y sonriendo. Si hago el intento de sentarme en cualquiera de los artificiales bancos, de los artificiales parques, con sus artificiales flores, mi natural propensión a la incoherencia tira de mi manga y me arrastra sin ternura, viendo como se aleja la entrada al parque y mis posibilidades de reiniciar caminos que no me lleven siempre al mismo camino. Cientos de nubes, con poca predisposición para el cálculo, se sitúan por encima del sol y, este, cae como si no tuviese otro trabajo y clava mi sombra sobre el cemento, haciendo que tenga que ir tirando de ella una y otra vez. Las campanas del reloj de la iglesia dan las cinco, el de mi muñeca marca las siete, dos horas en las que soy incapaz de adivinar donde puedo haber estado. Dos horas de ausencia en una vida de ausencias. Ni el uno retrasa, ni el otro adelanta, ambos me sirven para un día donde poco me importa el tiempo, o para un estómago que no se queja nunca. Comienza a anochecer, grita con descaro el último de los edificios quitándose las gafas de sol. No escucho, no quiero escuchar, todavía estoy demasiado cerca como para dejar que la noche abra su boca. Acelero el paso y dejo atrás mi intención, la espero, la espero un rato más, pero no llega, está parada ante uno de los escaparates de la gran avenida, la abandono allí. Dejo atrás la ciudad. En el cuartucho donde vivo tengo colgado en la pared un cuadro lleno de amapolas. Incluso caen desbordando la madera llenando el suelo de pétalos. Me siento ante él y lo miro. Tocan a la puerta, abro, mi intención. Me mira con tristeza y me dice “mañana lo intentamos”.

miércoles, 14 de marzo de 2012

No regalo nada, o eso creo.

No regalo nada, o eso creo. No hay chistes, ni noticias políticas, no hay enlaces a otros sitios, no hay… hay cuentos.  Hace poco más de un año escribí en el blog:

Gracias a todos/as.
El blog de
cuentobucle  
ha llegado a las 1.000 visitas en apenas mes y medio. La verdad es que, pese al “¿Podemos?”, que tan sólo era un juego, y a que de esas mil puede que al menos cien sean mías, no esperaba que
900 personas, o una muy lectora, hiciesen tantas entradas. De nuevo gracias.

Hoy, después de un año, miro las entradas (las mías ya no cuentan, pude activar eso de “no contar las visitas propias”), y, aunque suene a falsa modestia, me cuesta entender como ha podido llegar el blog al número de visitas actual. Sigo sin regalar nada, sigo sin poner chistes (salvo que alguien tenga la opinión de que eso es lo que son los cuentos), sigo sin... sigo, no sé por qué pero sigo. Puede que siga porque tengo doce seguidores, aunque salvo uno el resto sean mujeres, lo cual me agrada. O puede que sea porque lo abrí para seguir escribiendo después de tiempos de silencio. O simplemente porque no sé hacer muchas más cosas. O porque alguien colgó un cuento mío en su blog. El caso es que sigo.
Si cuando se llegó a las mil visitas di las gracias, ahora solo puedo esperar que a alguien le haya servido de algo la lectura. A unos para encontrar un cuento en el que reconocerse, a otros para regalarlos a alguien, o para robarlos, porque los cuentos están para eso, o para coger el sueño en una noche de insomnio.
Un abrazo a todas y a todos, uno de letras, de sueños, de complicidad porque aunque no nos conozcamos hemos estado en los mismos sitios, en los mismos sueños, en las mismas letras. Un abrazo.

Cuando me muera que me entierren hondo.


-         Antonio, cuando me muera que me entierren hondo, lo más hondo que puedan, donde no pueda encontrarme dios, me da miedo la eternidad.
-         ¿A qué viene eso Ernesto?, le preguntó Antonio levantando la cabeza y dejando de leer el libro.
-         No sé, cosas que uno piensa cuando cree que no está pensando. O este sol que no hay manera de que se vaya y se empeña en sentarse a descansar en mi cabeza. No sé.
Ernesto volvió a la lectura de su libro meneando la cabeza de un lado a otro. Callaron. El sol no dijo nada. El viento, parado encima de un naranjo los miró con indiferencia.
-         Júramelo Antonio, júrame que lo haréis así. Y miraba fijamente a Antonio, para no dejarle lugar a la duda ni a la huida. Antonio dejó el libro sobre una silla, apoyó sus manos en las rodillas, frente a Ernesto.
-         Ernesto ¿habrá algo más deseable que la eternidad?, ¿a qué vienen estas vainas ahora?
Ernesto le miró fijo. Una lágrima resbalaba por su envejecido ojo, buscando el camino entre las arrugas de su cara. Tomó aire, de encima de los naranjos, suspiro, como si en ese suspiro le fuese la vida y el miedo.
-         Antonio, te quiero porque sé que un día no estarás. Quiero volver cada año a ver nacer las amapolas y la flor del almendro porque sé que ni es la misma del año pasado ni será la misma del que viene. Soporto ser quien soy, con mis miedos, mis locuras, mi estupidez y mis momentos de lucidez casi rayando la iluminación, porque sé que un día ya no seré. Amo a una mujer con la fuerza de saber que no sé si mañana la amaré, y eso la hace única, única en el hoy, en el recuerdo del ayer, y en lo insospechado del mañana. Río, porque sé que la risa puede abandonar mis labios en cualquier momento. Vivo. Pero no soportaría reírme sin descanso, mirar sin compasión durante siglos las mismas flores, las mismas calles, las mismas gentes. No soportaría ser quien soy sin remedio, ni que tú fueses quien eres sin futuro. No, Antonio, no lo soportaría. Necesito saber que son porque un día pueden no ser. Júramelo por favor.
Antonio le miró. Vio la lagrima en sus labios y notó la suya mejilla abajo. Tomó aire, el que quedaba en el tronco de los naranjos. Suspiro, como si en ese suspiro le fuese la muerte y parte de su futuro. Cogió el libro y continuó con la lectura, temblándole en las manos como si las hojas estuviesen hechas de plomo. Apenas consiguió leer dos palabras antes de hablar, apenas veinte letras.
- Ernesto, júrame, que si yo me muero antes que tú, me enterrarás bien hondo, lo más hondo que puedas, donde no pueda encontrarme dios ni el diablo.

jueves, 8 de marzo de 2012

Y hoy es jueves

La puerta de la cueva se cierra. No sabría explicar el sonido que produce. Puede que sea como cuando se cierran las puertas del alma, o como el que produce la soledad cuando sube calle arriba hasta mi casa. Él se sienta en el centro, enciende un cigarro, no hay prisa, son tiempos de indiferencia. Fuera no hay nadie y dentro son tantos. Pone música y cierra los ojos. Las paredes de la cueva no dejan salir su imaginación y solo piensa en círculos y sombras, y se siente bien. El tiempo pierde el sentido, no hay noche, no hay día, no hay espacio donde ese tiempo camine uniformemente. Primavera, y la cueva no recibe ninguna carta de amor. Enciende otro cigarro. Mira por una de las ventanas y unas hojas que arrastra el viento tienen nombre de mujer. Luego la calma, un espacio yermo y la calma. Su corazón bombea 69 veces por minuto y él esboza una sonrisa mientras toma aire para un proyecto de grito. Come cuando tiene hambre, se ríe cuando tiene ganas, llora, con ganas o sin ellas, se acuesta desnudo cuando el sueño se cuela en la cueva por las rendijas del olvido. Vive, cualquiera diría que no, pero vive.
Nunca llega un cartero a la puerta de la cueva. Tampoco podría abrirle, él no tiene las llaves, se las quedaron ellos. Ni se acerca un mendigo pidiendo limosna. ni da el sol, ni la luna. Abirl se olvidó de aquellas tierras y es siempre duelo. Cuando despierta del sueño se queda tumbado, mirando el techo mientras piensa. Allí hay poco más que hacer que pensar. Pensar y olvidar lo pensado. En un juego interminable donde una y otra vez inventa y borra nombres, cuerpos, historias  en las que a veces él es parte y otras en las que simplemente mira desde la ventana de la cueva. Y espera. No sabe si será en mayo, o en invierno, o si será a mitad de la noche, cuando los lobos auyen esperando su salida; pero sabe que un día se abrirá la puerta, sin que él lo quiera, sin que nadie lo quiera, como si un mecanismo de relojería tuviese marcada una fecha y una hora. No hay instrucciones para el futuro, como no las hubo para el pasado. Cuando se abra la puerta él saldrá, como si apenas hiciese diez minutos, o diez siglos, porque el tiempo nunca entra en la cueva, nunca, y hoy es jueves.

Sueño

Sueño