"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

martes, 25 de octubre de 2011

Un atisbo de cordura. Dos. La inspiración.

La tierra, como un cerebro donde hace años no cruza una idea, se abrió poco a poco en innumerables surcos donde el agua era un recuerdo lejano. Las manos, cansadas de golpear contra el rocoso suelo, como si el más inmisericorde de los folios hubiese estado esperando allí, escondido, acechando, durante una eternidad, metidas en los bolsillos de una tierra que no pone un árbol en la mirada, ni una ráfaga de viento en el pelo. Un río, que ha acumulado en su lecho polvo y la huella de pisadas de cientos de caminantes, que se parece tanto a la boca del caminante perdido en el más gélido de los desiertos. Implorando humedad, o que alguien borre de sus veredas el recuerdo del agua. Y un páramo que se pierde en el tiempo con el sonido de los días en que hubo flores y un lápiz pequeño entre mis dedos. Hace frío, mucho frío. De nada sirve estar escondido dentro de este roble, hace frío. A lo lejos una primavera sin nombre asoma entre los callos de mis dedos. El roble se estremece. Si la suerte quiere. El invierno, escondido entre los surcos de este cerebro, prepara una emboscada que no siempre le sale bien. Nos sentamos todos en silencio. Esperando. Puede que la saludemos desde lejos o que se siente a nuestro lado. Una gota, solo una gota, y la tierra viviría de la ilusión de la semilla, solo una. Hace frío, me aprieto contra el roble, en estos días es demasiado tentador.

jueves, 20 de octubre de 2011

Y ahora tu risa

Y ahora tu risa, y luego tus labios. Y ahora el recuerdo de tu risa y un sabor a rosas en mis labios. Y luego tu ausencia, y una silla donde esperarte. Y ahora tus pechos. Y ahora mis manos. Y luego un olor a hierbabuena en mis dedos. En estos momentos, subido en la vertical de un segundo, el ruido de tus pasos. Después, puede que mañana, la sombra de tus piernas enredada a mis piernas. Entre dos minutos, perdidos en mi alma, tu pelo, cayendo en mi intención como un fósforo de miel. En la mañana, confundiéndose con el alba, un incendio de sudor y anhelo en mi vientre. Luego, como si luego no fuese siempre en mis ojos, tu contorno describiendo un baile mágico en mis brazos. Y de pronto un ángel, lo atrapo, sus plumas hacen cosquillas en lo más obsceno de mi pecho, eras tú. Y vuelo en tu espalda, con manos de arena, sintiendo tu asombro. Y luego la espera. Se transformó en beso. Y antes mis labios, y luego mis labios. Y el ángel que juega a esconder su mirada, me enseña su sexo. Y luego me mira, me muestra su sexo. Mañana el pasado, ayer el futuro, en medio tu vientre. Y yo en lo imposible, y tú en lo infinito. Y un día que espera curar las heridas. Otoño que juega a esconder las hojas. Secretos silentes entre hojas de chopos. Te miro a los ojos. El frío de invierno le habla a los muertos. El ángel traía el sol en su vientre. Y sigo esperando entre flores tu aliento. Nunca será abril en estas calles. Un ladrón lo lleva en su bolsillo, no lo muestra a nadie.  Cuando apaguen las luces de este pueblo fantasma llegaré hasta tu puerta. Que me guíe tu risa, entre afilados dientes, que me guíe tu risa.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Un atisbo de cordura. Uno. Con los brazos abiertos.

Con los brazos abiertos, frente a un acantilado cuyo final es el principio de mi indecisión. La esperanza llegó esta mañana ante mi puerta pidiendo auxilio. No es abril, no se abren ante mis ojos campos llenos de flores. El viento juega con las mangas de mi camisa. El horizonte quiere romper en una línea recta pero el temblor de mis parpados no le deja. No recuerdo cómo he llegado aquí, ni si soy yo quien tiene sus pies apoyados en este precipicio. No es abril, si lo fuese puede que echase raíces y pudiese esperar sin prisas al otoño. Ocho meses es tiempo suficiente para buscar a alguien que ocupe mi lugar en este espacio. El sol da en mi espalda. Mi sombra se pierde en el fondo de un pasado que no trabajó a mi favor ni uno de sus días. El sol da en mi espalda como si eso fuese lo único que hubiese en este universo. Siento resbalar gotas de sudor por mi frente, no es miedo. Nadie puede tener miedo ante un hermoso atardecer, siquiera cuando el viento empuja con una fuerza que no podría soportar el más fuerte de los titanes. Las mangas de mi camisa se siguen moviendo. No bajo los brazos, no claudico, no puedo. El eco devuelve una y otra vez mi silencio. Un silencio donde solo soy capaz de escuchar la ausencia, el olvido, un silbido quedo que atruena en mis oídos. Lo rompe un rayo de sol que falla mi espalda y da contra una de las piedras. Giro apenas unos segundos la vista. Dudaría de si realmente la aparté. Pero el precipicio se convierte en un muro contra el que tengo pegada la cara. Mis manos sienten el frío de la pared y resbalan poco a poco hasta quedar pegadas a mi cuerpo. Escucho como amartillan sus armas. No hay sitio en mi espalda para más disparos y ellos lo saben, pero no dejan de hacer su trabajo día tras día. El blanco inmaculado de la pared se clava en mis ojos.  Lo siento entrar dentro de mí hasta que se funde con el blanco de mi alma. No es abril, si lo fuese una mariposa se posaría en mi corazón. Pero no es abril. Durante una eternidad espero que alguien ordene fuego. No, nadie dará la orden, nadie porque soy yo quien debería de darla, pero el eco hace tiempo que se quedó mi voz, por eso solo me devuelve el silencio. Cierro los ojos, cuando los abra seguirá sin ser abril, pero notaré como el viento mueve las mangas de mi camisa, y mi sombra se dejará caer sin prisa hasta el fondo del acantilado. Puede que algún día rescate del fondo lo que queda de mí.

martes, 18 de octubre de 2011

Camino a la locura. Decimotercer paso. Es como una línea infinita.

Es como una línea infinita en la que puedo dejar mis pies y que estos resbalen sin control. Yo sé que al final espera un leñador con su hacha a punto, pero no tengo miedo. Otras veces es como un agujero en la vida, a la izquierda, entre el desayuno de esta mañana y el viaje al trabajo. Basta con un leve movimiento de volante y mi coche entrará en él. Al otro lado nunca sé lo que hay, pero sé lo que hay en este. No debería de pensarlo ni un segundo, pero cada día sigo recto, mirando por el retrovisor. Hay días en que solo son unas gotas de lluvia, cuando estoy enfrascado en un importante tema sobre la deriva de los tiempos. Justo en el momento de mayor apogeo, cuando estoy a punto de traer a mi boca y a los oídos de quien me escucha, el argumento final, el que acabará con cualquier duda hasta el fin de los tiempos, entonces la más tonta de las nubes rompe contra mi frente. Ya lo dije, no más de cuatro o cinco gotas de lluvia, una lluvia fresca que se deja caer por el surco de la vena que tengo justo en el centro de mi frente, salta el pequeño desnivel que hay entre mis cejas y decide. Unos días por la derecha, otros por la izquierda, sin una norma fija. Se deja caer a lo largo de uno de los laterales de mi nariz y se esconde entre mi bigote. Ya está, pienso, pero sé que no es así, solo cuestión de tiempo. Y sucede. Asoma por cualquiera de los últimos pelos y se resbala sobre mi labio. Me gusta chupar esas primeras gotas de lluvia de octubre. Y, lógicamente, soy incapaz de recordar ese argumento que salvaría al mundo y lo sacaría de esa oscuridad que no llega a ser eterna porque nadie se merece nada eterno. Pero ¿quién puede comparar un argumento salvador con el frescor infinito de la lluvia de otoño? No, un argumento dura apenas unos segundos, y la lluvia trae tantos recuerdos a mi piel. Al final del día, cuando vuelvo del trabajo, nadie ha sido capaz de dar con la solución, ha sido un día de demasiada lluvia, a mi derecha se abre el mismo agujero. Si no fui capaz de entrar en él cuando todavía las fuerzas estaban intactas y mi desasosiego no se había despertado aún todavía seré menos capaz ahora. Y así sucede, jamás he sentido en mis manos el temblor que suelo sentir por las mañanas, están agarradas al volante, con fuerza. Y de nuevo miro por el retrovisor, viendo como se cierra poco a poco mientras ante mi se abre una boca que me devora y me vomita cada día como si ese fuese su único fin.
Otras veces, siempre, la noche me espera sentada en una mecedora vieja. Ya casi nunca la saludo. Al final del día, entre las muchas cosas que he gastado sin mucho sentido, esta mi educación. Me siento al lado de ella, con la esperanza de que sea capaz de estarse callada. Diez minutos, solo necesito diez minutos. Pero si el día no fue benévolo conmigo no puedo esperar que lo sea la noche. Menos la noche, que apenas tiene entre sus posesiones la oscuridad y los sueños de todos los que no entraron en los agujeros. Me habla, siempre me habla. Parece como si no quisiese creer que ya vengo derrotado sin necesitar su aliento; pero me habla. Si mañana no llueve, si mañana el agujero está al otro lado del camino, si la línea consigue hacer un giro y evita al leñador, puede que entonces. Pero la noche me recuerda quien soy, y quien es ella. La locura intenta darme la mano, hoy estoy demasiado cansado, puede que mañana, aunque ya casi noto el roce de sus dedos. Quizás mañana.
Y ahora escucha esto...

jueves, 13 de octubre de 2011

Camino a la locura. Duodécimo paso. Se ha instalado la tristeza en estos días.

Se ha instalado la tristeza en estos días. Si tuviese tiempo lloraría. Cojo mis brazos y los acoplo a un tronco que suena vacío. Cojo mis piernas y las sitúo bajo un mundo sin ilusión ni convicciones. Mis manos se unen a unos brazos que sé que ya no serán aptos para el abrazo. Mis pies esperan, sin saber donde ir. Miro en el fondo del armario. Entre los pantalones amontonados y alguna que otra camisa mal planchada, está mi corazón. No tiene sentido cogerlo, hoy no. Cierro la puerta del armario y me miro en el espejo. Soy el de siempre. No tengo apaño, soy el mismo de siempre. Hace días que funciono sin problemas sin el corazón. Hace ya años que no tengo necesidad de desempolvar mi alma. Y ya ni recuerdo el tiempo que hace que no soy yo.
Salgo a la calle. No saludo a nadie. A veces miro mi reflejo en los escaparates. A veces busco en los bolsillos por si está allí. Pasa el día, como si no fuese conmigo, como si no fuese con nadie. Pasa sobre mí dejando un rastro de olvido que a menudo no se va con la primera ducha. Las matemáticas cumplen su tarea. Sale el sol, suenan los claxon de los automóviles, dormimos en ascensores, el sol se sitúa en lo alto dudando, de nuevo dormimos en ascensores, con suerte alguien se da un baño, puede que con velas, puede que con sueños. Lo imagino sumergiendo la cabeza en el agua. No te ahogues. Deja la cabeza debajo del agua pero no te ahogues. No es bueno ni para el alma ni para el corazón demasiada humedad; pero ya no tiene apaño. Sin embargo en la ventana, en una de las ventanas que dan al este, un hombre no puede llorar. Le bastaría un par de esas gotas para sentirse bien; pero su corazón y su alma están en el fondo de un armario del que ya no tiene la llave.
Vuelvo a casa. No tiene sentido, no es mi casa, nunca lo ha sido, la llamo así para sentirme parte de algún lugar. Subo las escaleras como me enseñó Cortazar. Abro la puerta de manera automática. Hoy no vino el hambre hasta mi estómago. Por unos momentos dudo si lo puse esta mañana en su sitio. No tardaré mucho en saberlo. Entro en la habitación, a oscuras, de manera mecánica, vuelvo a quitarme los pies, al cajón de abajo, luego las piernas, a un lateral del armario, las manos, sobre los pañuelos de la boda, los brazos, sobre las piernas, guardando un equilibrio sin sentido. No, no puse el estómago, lo dejé olvidado. Creo apreciar una contracción del corazón en le fondo del armario. Falsa alarma, una ráfaga de aire movió el faldón de una de las camisas. Aunque puede que haya sido un suspiro del alma. Falsa alarma de nuevo, el alma no está en este armario. La dejé olvidada en el anterior y se la llevaron cuando la mudanza.
Me acuesto, no necesito quitarme los ojos, me basta con quitarme las gafas, mi miopía me lleva a una región de oscuridad donde reconozco tantas cosas mías. Doy un último suspiro y me arranco la boca, hoy ha sido innecesaria. Apago la luz, no sé como, ni con qué, pero apago la luz. Buenas noches.

martes, 11 de octubre de 2011

Cuando el cansancio desaparezca

Cuando el cansancio desaparezca he de subir a la buhardilla. Abriré el arcón. Seguramente escucharé chirriar sus bisagras. Entonces acercaré mis labios y dejaré que caigan unos cuantos besos. Siempre se quedan tantos en los labios y en la intención. Cuando note mi boca seca, porque hasta los de la imaginación estén ya en el fondo del arcón, sabré que no quedan más. Entonces desnudaré mis brazos. Los noto tan pesados. Meteré mis manos hasta el fondo, y notaré como bajan por mis venas los miles de abrazos que tenían ya tus medidas, y que ya solo iban a ser aire. Luego caerán cientos de caricias de mis manos, y juegos obscenos de mis dedos, mientras noto como se cuela el frío por mis huesos hasta llegar a mi alma. Allí, de rodillas, como si pidiese perdón a lo que ya no será, levantaré mi vista para no ver mi corazón. Mi corazón asomará la cabeza por mi pecho e iluminará el fondo. Solo unos segundos, los necesarios para que la oscuridad juegue con él. Luego vendrán los pasos, los que ya no escucharán los tuyos, la risa, la que ya no escucharé yo. Y poco a poco me iré vaciando de cuanto ya no será, ni seré yo. Me quedaré un rato allí, después de cerrar su puerta. Puede que con suerte duerma un rato. Al despertar ya no estarás. Sentiré mis brazos libres, sin peso, pero tristemente solos. Notaré mi boca sin la impaciencia de la espera; pero en ella el eco encontrará su morada porque ya no habrá besos que la ocupen. Mi corazón golpeará como hace tiempo no lo hacía, aunque no comprenda para qué sirve un corazón que solo bombea sangre. Y bajaré solo, como hace tiempo no lo estaba. Quién sabe, tal vez tú no tengas un arcón, ni una buhardilla donde esconderlo, y tu boca tenga besos para ti y para mí, y tus brazos me enseñen de nuevo las medidas, y a tu corazón, que siempre fue más grande que el mío, no le importe compartir mi pecho, quién sabe.

lunes, 10 de octubre de 2011

Camino a la locura. Undécimo paso. Soy cuando no soy.

Allí, a sus pies, tan solo estaban sus pies. Entonces miró sus brazos, como esperando algún extraño milagro; pero eran sus brazos y terminaban en dos manos, sus manos, las mismas manos de siempre. Corrió hasta la habitación y se puso ante el espejo que cubría totalmente las puertas. Brazos, piernas, pies, tronco, cabeza, y todo lo demás, lo de siempre, lo de cada día. Se sentó de golpe en un sillón del salón y pensó. Estuvo pensando durante horas. Los mismos pensamientos. Uno tras otro los mismos de cada día. Reconoció como suyo el sonido de su respiración, el olor de su cuerpo. Miró a un  lado y a otro muebles, cuadros, ventanas, cuanto estaba a su alrededor, y todo le era familiarmente conocido. Ni una mota en alguna pared, ni un sonido diferente, nada. Intentó, apenas durante unos segundos, moverse de manera diferente, gritar, taparse la cara con ambas manos, guardar silencio. Nada, nada le era extraño y desconocido. Soñó el teléfono, lo descolgó, al otro lado una voz que reconoció al momento le habló de algunos temas de trabajo y él contestó con lógica a cada aseveración y a cada pregunta. Colgó, y quedó un extraño vacío en sus oídos y en su cabeza. Entonces ¿por qué no era capaz de recordar su nombre?.
Salió a la calle, anduvo por calles que conocía, saludo a gente que le saludó, compró en tiendas, subió a autobuses, descansó en parques. A la vuelta, cuando apenas le quedaban unos pasos para volver a entrar en casa, oyó un nombre. Se giró, reconoció aquel nombre como el suyo. Y unas manos extrañas se metieron en sus bolsillos buscando unas llaves. Unas piernas que caminaban delante de él subieron unas escaleras. Un teléfono que nadie pudo explicar de donde salió sonó de golpe. No pronunció palabra, mientras en el otro lado alguien insistía, él permaneció callado. Colgó. Entró en la habitación y saludó como lo había hecho en tantas ocasiones. Intentó pensar. Nada. Nada. Se acostó. Durmió.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Te miro la mirada...

Te miro la mirada,
no los ojos,
y me pierdo en un mar
hecho de llanto.
Te beso la intención,
que no los labios,
y se llena de pasos mi deseo,
y camino sin rumbo
por tu cuerpo.
Te nombro, no te tengo,
te imagino,
y mis manos se llenan de tus pechos,
mi sudor resbala por tu espalda,
y mi aliento se esconde
entre tus dientes.

martes, 4 de octubre de 2011

Ficcionario: preocupación en el IES


Continuamos realmente preocupados y al borde de la desesperación. Todo comenzó hará unos cuatro meses, en unos controles de rutina por parte del Departamento de Orientación. El psicólogo, dio la primera voz de alarma. Repasó una y otra vez el resultado de las pruebas. Incluso las repitió para estar seguro. Convocó al equipo directivo y mantuvimos una reunión de casi dos horas. Una reunión tensa donde incluso se llegó a poner en duda la competencia del psicólogo. Más que nada por lo inverosímil de los datos que nos facilitó en dicha reunión. Pero tuvimos que aceptar que no había error posible. Rápidamente se convocó otra reunión de ciclo con los mismos resultados, las mismas incredulidades y los mismos reproches entre diferentes profesionales. Claustro, claustro urgente, gritaron los más vehementes. Se decidió convocar un claustro extraordinario con un solo punto en el orden del día. Lo recordamos como uno de los claustros más largos y tensos de los últimos años. Al final de él salieron dos decisiones. Por un lado convocar a los padres de los cuatro alumnos, y por otro realizar diferentes pruebas médicas a los alumnos, entre las que estaban un TAC, una resonancia y diferentes análisis (de sangre, de orina, etc.). De la reunión con los padres sacamos pocas conclusiones, salvo el gran disgusto que se llevaron al saber los resultados de sus hijos y lo incomprensible que era para ellos dichos resultados ya que habían sido unos padres modélicos. De los diferentes análisis y pruebas médicas tampoco salió nada que pudiese dar explicación al hecho. No nos quedó más remedio que aceptarlo. Aquellos cuatro alumnos ni podíamos catalogarlos de TDA (trastorno de atención) ni de TDAH (trastorno de atención e hiperactividad). De todos modos, las diferentes Consellerías, y los diferentes ministerios (el problema se catalogó de “tan grave” que intervienen varias Consellerías y ministerios, y no solo los de educación), nos proporcionan, de momento, los suficientes recursos económicos y humanos para poder atenderlos en grupos especiales y con atención individualizada.
La preocupación ha vuelto a nosotros desde hace unos días. Se ha diagnosticado un nuevo trastorno en los alumnos de todo el país. Un trastorno perfectamente definido en las diferentes teorías de “expertos” y “estudiosos” de la educación y la adolescencia, y los cuatro alumnos de nuevo se muestran reticentes a presentar los síntomas y poder ser catalogados dentro del espectro del trastorno. Los más radicales ya apuestan por recluirlos en un centro especial y abrir en las universidades una especialización en el estudio de estos cuatro alumnos y la posibilidad de que se expanda su problemática.

Sueño

Sueño