"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

martes, 28 de junio de 2011

Votación concurso

Una amiga me ha dicho que presente algún cuento a un concurso. Como es verano, y tengo tiempo, lo voy a hacer.

Uno que no admite discusión es "La aguja" pero ¿os podéis tomar la molestia de indicarme con un comentario aquí cuál me recomendais que presente además de ese.

Se admiten varios.

Gracias

domingo, 26 de junio de 2011

Camino a la locura. Segundo paso: Derecha izquierda, arriba abajo.

Derecha, izquierda, arriba, abajo, derecha, izquierda, arriba, abajo, derecha, izquierda, arriba, abajo. Si el vaso se estuviese quieto, aunque sólo fuesen unos segundos, si pudiese cogerlo con firmeza y llevarlo hasta mis labios con un solo movimiento. Si después de ese movimiento secó, firme, preciso, pudiese poner mis labios en el borde del vaso. Derecha, izquierda, arriba, abajo. Y levantarlo suavemente hasta notar que el agua comienza a mojar mis labios en este cálido día de verano que acabará fundiendo con su calor hasta las mejores intenciones del más honrado y bueno de los hombres. Arriba, abajo, derecha izquierda. Y entonces ir levantando poco a poco el vaso, mientras mi cabeza se mantiene firme, como el mástil del más pesado de los cargueros al mando del mejor de los capitanes, pirata o no. Sentiría como el agua entra en mi boca, despacio, fresca, milagrosa, y mi garganta haría esos movimientos que nunca controlamos, como los otros, y comenzaría a bajar el agua por ella hasta el centro de este infierno en que se está convirtiendo este verano. Derecha, izquierda, arriba, abajo, derecha izquierda, arriba, abajo. Pero el mundo no se está quieto, nunca se está quieto, hasta la muerte tiene a veces que agarrarse a algún árbol para no ser arrastrada por este movimiento que nunca termina. En movimiento el sol, en movimiento la tierra, en movimiento la escalera por la que subo cada día a mi casa, todos y cada uno de los escalones, el pasamanos, y este vaso que no para de moverse de derecha a izquierda y de arriba abajo, como si el mejor, el más fiel, el más constante de los obreros, tuviese a su cargo la encomienda de no dejar que se pare jamás. Y mi sed tampoco me da un respiro, si al menos ella dejara este constante movimiento. Tan sólo mi mirada, mis ojos, pese a estar dentro de una noria que jamás deja de tener energía, consiguen fijar este mundo ante mí. Me crean la ilusión de que todo está quieto, que tan sólo es cuestión de mi imaginación, una imaginación que siempre fue desbordante, hasta el punto que puede que fuese ella quien puso en movimiento todos y cada uno de los objetos fuera de mí, todos y cada uno de los músculos, de los nervios dentro de mí. Derecha izquierda, arriba, abajo, derecha, izquierda, arriba, abajo. Pero esto no es verdad, mi imaginación nunca fue más allá del marfil que recubre mi cabeza, el movimiento vino poco a poco, hasta que todo yo, todo el mundo, hasta lo inimaginable, comenzó este eterno vaivén que ha acabado por acomodarse hasta en mis sueños. Derecha, izquierda, arriba, abajo.

sábado, 25 de junio de 2011

Camino a la locura. Primer paso: Baudelaire

-         Antonio, ¿te acuerdas de Alberto?, Alberto, ya sabes, el de los hombros anchos.
-         Hombre Luis, son pocos datos ¿no te parece?, a no ser que de hombro a hombro tuviese más de dos metro, y no creo que fuese así. ¿Era de los amigos del Facebook?
-         No, que coño de los del Facebook, este era de los de verdad, de los de cerveza y apretón de manos. ¿De verdad no te acuerdas de él? Haz memoria, hombros anchos, siempre sonriendo, y que le gustaba mucho recitar poesías. Aun recuerdo cuando le dio por ahí justo el día en que Felipe nos anuncio que el bar no daba más de sí, que en menos de dos semanas lo cerraba. Y el Alberto que se arranca con Lorca, joder, nada menos que con Lorca, no podía haber empezado por alguno de la generación perdida, o por los sociales, no, el tío se arranca con uno de los poemas de “poeta en New York”. Y como le decía el Felipe que pocas coñas, que no estaba el horno para bollos. Pero nada. Cuatro de Poeta en New York y los empalma con los románticos. El tío más serio que una estatua, los que había en el bar muertos de risa, y tú y yo que no sabíamos si reírnos, si llevarnos al Alberto, o si ayudar a Felipe y darle una paliza. ¿Te acuerdas?
-         Como sea otra de tus bromas voy a acabar por no encontrarle la gracia. No te digo que no me acuerdo de ese Alberto. ¿De verdad crees que tú y yo, dos eruditos de la poesía purista, tendríamos a un amigo capaz de pasar de Lorca a los románticos sin hacer una breve escala en Aleixandre?, al menos unos versos, no importa si cinco o cien, pero unos versos. Me vas a hacer como aquella vez que me hablaste de un tal Ricardo que era especialista en el relato breve y resultó que el tío no tenía memoria para escribir más de cinco líneas. Ni especialista ni nada, imposibilidad. Ahora, algunas de aquellas cinco líneas se podían leer sin sonrojo.
-         Pero ¿a qué viene sacar ahora ese tema?, no te digo que si, que Alberto era nuestro amigo. Pero si hasta estuvimos a punto de romper nuestra amistad por su culpa. O no recuerdas cuando te “cameló” con los versos facilones de un tal Benedetti y estuviste a punto de adjurar de Cernuda. ¿No lo recuerdas?
-         Ves como es otra de tus bromas, ni muerto, ¿me oyes?, ni muerto me hacen decir que Benedetti es mejor que Cernuda. Y no hagas que me enfade. Decirme eso a mí, a mí, que hice norte de mi vida algunos de sus versos. ¿Benedetti? Me suena, era el que le hacia los recados a un tal Neruda ¿no? Otro que tal.
-         Oye, déjalo ya, no te acuerdas quien era Alberto y ya está, no tiene mayor importancia. No vamos a volver a reñir nosotros por alguien que hace más de dos años que se fue. ¿Quieres otra cerveza?
-         Llevas una mañana algo rara, ¿de verdad me preguntas si quiero otra cerveza?
-         Joder Antonio, estas muy quisquilloso hoy, ¿una mala noche?
-         ¿Una mala noche?, años, años de noches que no terminan cuando sale el sol. A menudo me da miedo abrir los ojos por si se me llenan de rayos de oscuridad. Yo sé que me engañan, que los disfrazan de rayos de sol, pero sigue siendo oscuridad, una oscuridad que ha tenido el valor de encontrar lo más hondo de mi alma y hace tiempo que vive allí. Mi sonrisa, cuando soy capaz de encontrarla en la mesilla de noche, es fría, muy fría, como si los más despiadados demonios hubiesen pasado la noche en ella. Cuando la pongo en mi cara siento que se me llena el rostro de sombras, unas sombras alargadas que alguien ha robado en un bosque de cipreses y que no dejan que mi piel respire un aire limpio.
-         Supongo que si nos oyese alguien pensaría que siempre nos estamos quejando. Que poco saben lo que es realmente una queja. ¿Quejarme yo porque no tengo ni un solo recuerdo en mi cabeza? ¿Para qué?, cada vez que recuerdo sufro. Sufro cuando sé que ya no seré quien he sido, sufro cuando levanto un brazo y no sé si seré capaz de volver a bajarlo, o cuando me siento en una silla y me tendrán que ayudar a levantarme. ¿Recuerdos? Mejor no, prefiero pensar que soy quien siempre he sido. Que ya era lento cuando nací, que mi memoria ha sido siempre como esas cisternas de vater que siempre están perdiendo un poco de agua y nunca acaban de llenarse. Escuchando un ruido que no para jamás, que se repite hasta el infinito como la llamada silenciosa de la muerte. Una muerte que nunca llega porque no vale la pena llevarse un cuerpo como este. ¿Quejarnos?, ¿pero cuando nos hemos quejado tú y yo?, nunca. Pero hablar de la vida... Ah, eso es otra cosa, la vida. Porque en algún sitio tiene que haber una vida.

Entra en el bar un hombre con los hombros demasiado anchos para su estatura. Saluda con amabilidad a Felipe y va a sentarse junto a Antonio y Luis. Les hace un breve saludo con la mano a ambos y comienza a recitar un poema de Baudelaire en francés. Luis y Antonio se miran y asienten con la cabeza. No pronuncian palabra, tan sólo escuchan ensimismados. Cuando termina coge la cerveza que le había puesto en la barra Felipe y espera.
-         ¿Sabes? Dicen que Baudelaire llevaba el pelo tintado de verde.
-         Otra vez con tus bromas. Lo que tenía pintado de verde era su poesía, no lo acabas de escuchar.
-         No he sido capaz de apreciar todos los detalles en esta primera declamación, pero si Alberto nos recita otra puede que…..

jueves, 23 de junio de 2011

El amor y la muerte


Estaba la muerte un día sentada a la orilla de un río, mirando su reflejo en el agua. Y nada había en el agua, ni peces, ni ondas, ni reflejo de árbol alguno ni de nube alguna.
El amor, que venía por una senda, algo despistado, vio a aquella mujer sentada. Se acercó y se sentó junto a ella.
A los pocos segundos, y no habiéndola reconocido, el amor dijo:
- ¡Qué extraño!, venía escuchando el canto de los pájaros y ahora no se oye nada.
La muerte siguió en silencio, mirándose en el agua.
El amor miró a su alrededor, hasta donde era capaz de alcanzar la vista, y dijo:
- Parece como si la primavera se hubiese olvidado de estas tierras. Ni una flor, ni una mariposa en el viento, siquiera el viento que antes soplaba ahora sopla. Incluso parece que el invierno, todavía lejano, tuviera prisa por asentarse en estos días.
La muerte, entonces molesta, alargó una de sus manos y tocó al amor en el hombro. Un temblor recorrió todo el cuerpo de la muerte, y vio peces en el agua, y plantas y flores en los árboles, y cientos de mariposas entre las ramas, y un viento suave rozó su cuerpo e hizo caer la capucha sobre sus hombros. Rápidamente apartó su mano del hombro del amor y la escondió bajo su capa.
El amor se levantó y se despidió:
- Siento no poder hacerte compañía durante más tiempo, pero he de seguir mi camino.
El amor se alejó por la senda, ignorante, porque la ignorancia a menudo también es una de las cualidades del amor, de que era el primero y el único que había sido capaz de aguantar el tacto de la muerte.

lunes, 20 de junio de 2011

El trébol de 4 hojas.


El maestro mandó llamar a sus dos mejores discípulos. Un día de primavera, cuando el sol ha sido puesto por el mejor de los pintores en un cielo donde el azul deja de ser un color y se convierte en una excusa para vivir, es el mejor día para una prueba. Cuando los tuvo ante si les habló.

-         Ya no tengo nada que enseñaros. Ha llegado el momento en que vosotros seáis mi maestro.

Los dos se miraron extrañados, y el más atrevido de ellos le dijo.

-         Pero maestro, tú eres el hombre más sabio de la tierra, todavía tienes cientos de cosas que enseñarnos, y nosotros, dos humildes alumnos ¿qué podemos enseñarte a ti?

El maestro lo miró. Siempre había sido el alumno más despierto, el que más había cuestionado todos y cada uno de sus argumentos en busca de la verdad. “La verdad” pensó el maestro, como si la verdad no estuviese siempre en lo más hondo de nuestro corazón. Hasta el hombre más cruel sabe en su corazón que lo es, incluso aunque esto no perturbe su sueño.

-         De todos modos, dijo el maestro, hoy comenzareis vuestra última prueba. La que os hará comprender realmente lo sabios que sois. Venid conmigo.

El maestro los llevó por una de las sendas donde antaño habían paseado en cientos de ocasiones  mientras el maestro les hablaba. Esta vez sólo les acompañó el silencio. Los dos cruzaban miradas de vez en cuando, extrañados por el silencio del maestro, pero no dijeron nada. Al cabo de un rato de andar llegaron ante un muro que nunca antes habían visto. El muro se extendía a derecha e izquierda hasta el infinito. Ellos ya sabían que el infinito es donde no llega la mirada, donde no alcanza el sonido, donde no llega el corazón, y sus corazones no atinaban a ver el final de aquel muro. Ante ellos tan solo dos puertas, puestas una al lado de la otra. Y el maestro les dijo.

-         Detrás de cada puerta hay un edén, los dos son idénticos, llenos de las plantas más maravillosas que nunca ser alguno vio. Las flores no tiene nombre ni descripción, porque no hay nombre ni descripción que puedan acercarse siquiera un poco a su belleza. Los frutos de los árboles sólo se dan en estos edenes, porque cada uno de los frutos, cuando un hombre los come, hacen que se convierta en el hombre más sabio, el más hermoso, el más amable de los hombres; pero en cada uno de ellos sólo hay un trébol de cuatro hojas. Tenéis un año, minuto a minuto, para encontrar ese trébol.

Y el maestro abrió las dos puertas y esperó. Cada uno de los alumnos entró en uno de los edenes. El maestro cerró las puertas y volvió al poblado. Se sentó a la entrada de su casa y esperó. Un año es mucho tiempo cuando uno sólo tiene la espera; pero en ese año el maestro contó estrellas, vio volar hacia el sur a las cigüeñas y las volvió a ver volar hacia el norte, vio florecer los almendros y dar fruto, y los vio perder las hojas. Hasta que de nuevo fue la hora. Caminó sin prisa hacia las puertas que un año antes había cerrado. No tenía prisa, uno no la tiene cuando ya sabe las respuestas. Al llegar abrió primero la del alumno que siempre se había mostrado más inquieto, el que siempre había caminado sobre la línea que divide la sabiduría de la soberbia, la compasión del egoísmo,  y se lo encontró en medio de un erial. Sus ropas estaban hechas jirones por el roce con las ramas, con las zarzas. En el edén no quedaba ni una flor con vida, todas y cada una de las plantas habían sido arrancadas, los frutos desparramados por el suelo se habían podrido con el tiempo, y las manos del alumno estaban vacías.

-         Maestro, nos mentiste, le dijo el alumno. He arrancado todas y cada una de las plantas, he derribado todos los árboles, por si el trébol había nacido en sus ramas, y nada, maestro, no hay nada. Si el trébol hubiese estado aquí lo hubiese encontrado, estoy seguro, nos has mentido.

El maestro dejó que el alumno llegase a su lado y abrió la otra puerta. Al abrirla vieron que el edén, no sólo no había sido tocado por el otro alumno, sino que sus flores se habían multiplicado por mil, los árboles tenían muchísimos más frutos y más apetecibles que cuando dejaron allí a alumno hace un año, incluso habían plantas y flores nuevas que hasta el mismo maestro no había visto nunca.

-         Lo siento maestro, le dijo el alumno sentado en medio de aquel vergel, no tuve el valor de arrancar ni una sola de las flores. Me he alimentado del fruto de los árboles, pero sólo del necesario. He cuidado de las plantas, aunque a decir verdad casi no he tenido que hacer nada, ellas han crecido y se han multiplicado sin esfuerzo. Y si realmente hay entre ellas un trébol de cuatro hojas, no he tenido el valor para buscarlo, ni creo que su valor sea tal que merezca la pena arrancar ni una de ellas.

El maestro lo miró, dejó escapar una lágrima que tuvo la precaución de ocultar a sus alumnos, y se sintió feliz, era la primera vez en años, puede que en siglos, que había visto un trébol de cuatro hojas en medio de aquellos edenes, la primera vez.

domingo, 19 de junio de 2011

Trilogia de un mal poeta. III Te he querido tanto...

Te he querido tanto, aun en contra tuya,
He abierto tantas madrugadas con el deseo a cuestas,
He llorado tantos llantos sin lágrimas
Y he reído tantas risas sin labios,
Te he querido tanto, aun en contra mía.
Y no cambio un segundo de mi espera,
Ni una letra de todo cuanto he escrito,
Ni vuelvo atrás un paso, ni reniego
De cada uno que di hacia tus labios.
Te he querido tanto, aun en contra tuya.

sábado, 18 de junio de 2011

Trilogia de un mal poeta. II Si un día olvido

Si un día olvido para qué sirve el agua
Aprenderé a no tener sed,
Si olvido, con los años, el sentido de los sueños,
No volveré a dormir
Salvo en brazos de la tierra.
Si el tiempo me hace olvidar la risa,
La sonrisa, el gesto mínimo,
Mi rostro será sólo sombra,
Y mis ojos silencio,
Y mi mirada páramo.
Si un día olvido…
Si un día olvido el camino
Que va de mi deseo a tu piel,
A tu pelo, a tus labios,
Y vago sin rumbo por otras sendas,
Ese día habré olvidado amanecer,
Respirar, dar un nuevo impulso
A un corazón inservible,
A una sombra sin cuerpo.

jueves, 16 de junio de 2011

Trilogia de un mal poeta. I Cuando no queden testigos

Cuando no queden testigos
De los besos que di,
Siquiera mis labios.
Cuando la piel
De las mujeres que amé,
No recuerde el tacto de mis manos.
Cuando al caer la noche
No haya dos ojos en el mundo
Que miren una estrella y
Pronuncien mi nombre:
Habré muerto, sólo entonces
Habré muerto.
Caminaré por las calles, bajo la lluvia,
En soledad, como los muertos.
Iré a mi trabajo, sonreiré,
Hablaré de política y de sexo,
Comeré, dormiré, soñaré,
Como los muertos.
Y esperaré que otro día, uno cualquiera,
Unos ojos me miren, unos labios me besen,
Una piel llame a gritos a mis manos,
Una boca pronuncie mi nombre,
Para volver a la vida, de entre los muertos.

domingo, 12 de junio de 2011

A cuantas mujeres amé...

A cuantas mujeres me amaron quiero darles las gracias. Unas consiguieron que fuese el más bravo de los gigantes en días de cobardía y derrota. Otras que mis ojos, hechos para el olvido, se subieran a su pelo y viajaran sin descanso. Algunas, aquellas que en su amor estuvieron cerca de quemar mi corazón, me regalaron el agua, hicieron que un barco, que hace tiempo estaba varado en una playa donde nunca hay una huella en su arena, volviese a levantar sus velas y pusiese rumbo sin fecha ni dirección.

Ella, ella me dijo “te querré siempre”, y yo pensé que siempre serían no más de dos años. Y se quedó en mi tiempo, en mi cama, en mis manos. Se quedó en una senda donde mayo vive desde hace tiempo, y se vistió de espera y de ternura.

A cuantas mujeres amé quiero pedirles perdón. Perdón porque cuando esperaron al gigante llegó el cobarde derrotado a llorar entre sus brazos. Perdón porque mi amor siempre fue un apátrida incapaz de dormir bajo un mismo techo, en unos mismos brazos, en unos mismos labios. Perdón a las que tan sólo asomaron su cabeza por una de las puertas de mi alma. Puede que buscasen fuego y encontraron apenas los restos de lo que fue un volcán. Perdón porque tal vez vinieron de un largo camino esperando encontrar una fuente con la más fresca de las aguas, y encontraron tan sólo unos labios que eran dueños de la sed. Perdón a las que de verdad soñaron que su país sería mi pecho, y mi pecho sólo fue un lugar de paso. A las que buscaron un lugar donde descansar algunos años y mi prisa les dejó sólo la ausencia.

A ella, a ella quiero pedirle perdón por haberme quedado, y pedirle que cuidara de mis miedos sin nada a cambio. Por haber olvidado que mis labios eran un buen proyecto para un beso cada vez que me miraba. Por haber dejado mis manos en los bolsillos cuando sus caderas estaban a la distancia de un abrazo. Por mí, por mí.

jueves, 9 de junio de 2011

Tengo que hablar seriamente con el arquitecto que construyó la casa de mi vida. Ya hace tiempo, demasiado, que me paso el día arreglando historias. Las ventanas cierran mal, y cuando vengo de atrancar una ya se me ha colado alguien por la otra. Si, no tendría mayor importancia, no al menos si fuese yo quien decidiera cuando entran y cuando salen; pero es que últimamente, cuando ya me siento cómodo con el nuevo extraño, basta un leve descuido, el más tonto de los descuidos, pongamos por caso que algún escalón de la escalera hace ruido y he de ir a arreglarlo, para que al volver el extraño se haya ido por alguna otra ventana mal cerrada, o por una de las grietas que se han formado en la parte norte. Sé que puedo hacer remiendos, pero no pasan de ser eso, remiendos. Yo estoy cada vez más viejo, más lento, más torpe, y en cambio la casa es más propensa a sufrir desperfectos. Ayer, sin ir más lejos, cuando estaba preparando la mejor de mis comidas para un extraño más, mientras buscaba en el cajón de las especias un poco de nuez moscada, escuché un portazo, porque la puerta cierra mal y hay que darle fuerte para que cierre. Volví corriendo al comedor, aunque a mi edad “corriendo” ha tomado un nuevo matiz demasiado cercano a “con torpeza y lentitud”, y al llegar ya no había nadie allí. Comer solo ya no es una agradable aventura, no a mi edad. Comer solo se asemeja demasiado a la última comida de un preso condenado a muerte. Y sé que no es así, que bastará una seria, muy seria, conversación con mi arquitecto. Suponiendo que no tenga demasiado trabajo también en su casa; porque él ya casi es de mi edad, apenas unos meses menos, los que tarde en darme cuenta de quién era yo y de quién era él.
Oigo ruidos en el altillo. Puede que vuelva. Puede que haya olido la comida. O puede que se esté resquebrajando también el techo. Si eso ocurre tendré que prepararme para un duro invierno. Poca gente se acerca a una casa casi derruida, por mucho que la pinte cada año.

miércoles, 8 de junio de 2011

Hoy tengo una cita

-         No creo que tarde. Hoy tengo una cita con la soledad. Le dije que sobre las seis, y ya son las seis y cuarto. Es raro, a menudo acude pronto. Incluso hay días en que me espera a los pies de la cama. De rodillas, con la cabeza apoyada en sus manos y mirando mi despertar. Le dije que no se preocupase mucho de su ropa, que era una charla informal, que con cualquier cosa sería suficiente; pero ella últimamente está más coqueta que de costumbre. Si total, le escribí en mi cata, es para aclarar tan sólo unas cuantas cosas. No más que un tema de tiempo y espacios, apenas unos pequeños ajustes en nuestra relación. Por ejemplo, lo de hoy, ser capaz de cumplir horarios. Las seis y media, se retrasa mucho, demasiado para una mujer que vive de mis silencios. Si no llega antes de las siete no tendremos tiempo para aclarar nada, y de nuevo entraremos en esta relación que no consigue llevarnos a ningún sitio.

Una sombra cruza el comedor y va a perderse entre un puñado de viejos libros de la librería. Él gira la cara pero ya no es capaz de apreciar más que el torrente de luz que entra por el gran ventanal. Un mal día para quedar con la soledad, piensa, demasiado sol y demasiada vida. Recuesta su espalda en el sillón en el que está sentado y cierra los ojos. No quiere caer en un duermevela; pero el calor que llega con los rayos de sol es demasiado tibio para un cuerpo cansado. Media hora, media vida, quien sabe el tiempo que estuvo durmiendo. Cuando despertó la habitación se había deshecho de todos y cada uno de los rayos de sol y había tapizado cada mueble, cada libro, cada pared, con los restos de una noche que había dejado a la luna olvidada en cualquier bar. Terminó de abrir los ojos como se abren las persianas de los comercios en un día de lluvia. Apoyó ambas manos en los brazos del sillón y se incorporó. Fue hasta la mesa y encendió una lámpara de aceite que guardaba como recuerdo del abuelo que le regaló su primer libro. Al girar la cara, al fondo, en el sillón que estaba detrás de donde él había estado sentado, fue capaz de distinguir todavía la forma de una ausencia. Si, tenía forma de mujer, conocía aquella forma. La soledad había pasado la tarde detrás de él, esperando.
Volvió a apagar la luz, tomo la puerta que daba a la escalera y subió hasta su cuarto. Al llegar a la cama vio, bajo las sábanas, la forma de aquel cuerpo de mujer. Es tarde, se dijo, casi siempre es tarde, mañana hablaré con ella. Se desnudó, se metió bajo aquellas sábanas y sintió el cálido contacto de la piel femenina. Tal vez valga la pena dejar las cosas como están, pensó mientras la rodeaba con sus brazos. Y se durmió agarrado a un vacío mientras la luna llegaba dando tumbos hasta asomarse por la ventana.

domingo, 5 de junio de 2011

Quizá

Quizá, quién sabe, debería haber sido un hombre con menos suerte. Un hombre más dado a la desgracia, a los sueños incumplidos, al deseo que siempre está a las puertas, esperando, sabiendo que nunca será más que deseo. Quizá mi piel debería haber sido más dura e insensible, y no tener la facilidad que tiene para recoger todos y cada uno de los rayos de sol que parieron todos mis abriles y mayos, y mis ojos más torpes, todavía, para apreciar la dulzura de la amapola con amapola y amapola, o el lento y hermoso germinar de la flor del almendro. Puede, aunque sólo puede, que mis manos nunca debieran haber sentido el tacto tibio del pelo de mis gatas, o el líquido frescor de las gotas de lluvia que cada otoño han resbalado por los cristales de mis ventanas. Pero aunque nunca hubiese tenido un deseo, aunque desde hace años no hubiese salido el sol siquiera las mañanas en que tanto me costó despertar, aunque los campos no fuesen más que páramos, y las amapolas y los almendros invento de mi imaginación, de mi torpe y corta imaginación, aunque desaparecieran todos los cristales, y con ellos el lento discurrir de miles de gotas al final de las tormentas, aun así, y a pesar de todo, seguiría siendo el hombre con más suerte del mundo, el hombre con todos y cada uno de sus deseos cumplidos, el hombre con todos y cada uno de sus sentidos llenos, llenos del tibio calor de tu piel, de la luz que florece cada día en tu mirada, lleno del manantial sereno de tu pelo. Incluso aunque no te hubiese conocido nunca, me bastaría con haberte imaginado un día, uno cualquiera, esperándome, para haber sido el hombre más feliz del mundo.

miércoles, 1 de junio de 2011

EL ANCIANO


  En mi último viaje, bordeando la muralla china, tuve ocasión de conocer dos gaviotas. Volaban sobre la muralla, subiendo hacia lo alto y luego se dejaban caer en picado como si quisieran derribarla. Estuve durante dos días completamente dedicado al estudio de estas dos gaviotas.

  Al tercer día me crucé con un anciano que iba cargado con dos ánforas llenas de vino. El me explico la leyenda de las gaviotas.

  “ Hace muchos siglos, tantos que probablemente el sol era todavía un niño, hubo un samurai muy famoso. Este samurai al que llamaban “El poderoso” vivía cerca de la orilla derecha del río. Aprendió el manejo de las armas como nadie lo había logrado, fue extremadamente hábil con la espada, y muy pronto consiguió un puesto en la guardia personal del emperador.

  Fue entonces cuando su padre le contó por qué vivían tan apartados de la gente, por qué no iban jamás a la ciudad, y cuál era el motivo de su pobreza.

  Una mañana “El poderoso” entró en la habitación del emperador, avanzó con cuidado hacia el lecho donde este se encontraba reposando y, sobre tener el cuello rodeado por el brazo de la mujer que había pasado la noche con él, le cortó el cuello de un limpio golpe. El golpe fue tan silencioso y certero que la mujer no se dio cuenta de nada hasta que despertó”.

  El anciano volvió a cargarse sus ánforas a la espalda y continuó su camino.

  Durante dos días mas estuve estudiando las gaviotas. Su conducta durante estos dos días siguió siendo la misma. 

Sueño

Sueño