"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

domingo, 29 de mayo de 2011

Mi banco funciona bien.

Llevo poco más de una semana en el paro. Sí, sé que no es mucho, pero en estos tiempos de “crisis” el miedo es de los activos que más rento dan. Por eso decidí pasarme por el banco y ver que tal van mis cuentas, no es cuestión de descuidarse y encontrarse con días de hambre. Mi banquero no es uno cualquiera. Me recibe con especial agrado. Me habla del tiempo. Me sonríe. Incluso a menudo me sonríe dos veces. Y me ofrece el más cálido de los asientos. Pone ante mí el extracto de mi cuenta y me habla con especial entusiasmo de los últimos años. ¿Ves?, me dice con entusiasmo, las entradas en los últimos años han sido cientos, miles. Yo miro aquellos números y no tengo más remedio que darle la razón. Han sido unos buenos años. Luego, con uno de esos rotuladores que a mi me gustan especialmente, y él lo sabe, de esos con los que se subraya en color, rodea una cantidad de números. Este, me dice de nuevo con entusiasmo, este es el último año. Mira, mira el saldo. Si, he de convenir con él que ha sido un buen año. Y entonces, cuando ve mi cara de satisfacción se anima, como un niño con un juguete nuevo, y me lo desglosa. Como ves, me dice, no puede ser mejor. De enero a diciembre no sería justo decir que has hecho menos de ¿15? ¿20 amigos?, él no sabe mi concepto de “amigo”; pero entiendo lo que quiere decir y le doy la razón. Luego fíjate, fíjate bien la columna donde dice “profesionalidad”, has hecho tu trabajo, y lo has hecho bien. Vale, de acuerdo que ahora estás en paro, pero lo has hecho bien, lo dicen los números. Y si hacemos el análisis de proyección no cabe duda, no tardarás en estar de nuevo en activo y haciendo crecer la cuenta, salvo…. Y aquí se para un poco, duda, y prosigue con…. Bueno, salvo nada. Yo sé que si, que hay un salvo; pero para que entrar en una larga discusión con mi banquero que no llevaría a nada. Lo suyo son los números, no la filosofía, para filosofar ya tengo una terraza y sol (que por cierto debe de ser otro activo y en estos días está en alza). Y entonces, señalándole yo una columna que no me ha explicado todavía le digo ¿y esto? Bueno, me dice, no todo van a ser rendimientos. Esto son las pérdidas. Como ves cuatro o cinco cobardes, unos cuantos incompetentes, y cierta gente a la que le podías tener un respeto y se ha perdido por el tema de la inflación. No creo que sean números para sentirse mal. Esta vez tiene razón. No, no son pérdidas que no puedan ser asumidas. Incluso diría que son pérdidas que casi era necesario tener para sanear la cuenta y que siga dando sus réditos.
Me levanto, le doy la mano, me vuelve a sonreír, no ha dejado de sonreír, y salgo del “banco de la vida”. Si, es verdad, mi banquero no es el mejor, si lo fuese no hubiese dejado que el rendimiento de mi profesionalidad y mis amigos dieran como saldo a fin de año el paro; pero uno ya es muy viejo para cambiar de banco. Apenas a dos esquinas hay otro, una vez dudé (puede que incluso más de una vez). Los que veo entrar allí trabajan siempre, tienen buenas casas y buenos coches, se juntan entre ellos y hablan de proyectos increíbles donde el ego y el dinero dan unos intereses que son insospechados. Me acerqué y estuve a punto de empujar la puerta y entrar para preguntar que tendría que hacer para abrir una cuenta allí. Pero sabes qué, el banquero no sonreía, estaba tras una mesa donde cabrían diez banqueros como el mío, sus rotuladores eran de oro, y no sonreía, sus manos eran de oro, y no sonreía, y por los bordes de su caja fuerte se veía asomar el dinero que ya no cabe dentro…. y no sonreía. No, aunque sólo sea por seguir viendo sonreír día tras día a mi banquero no cambiaré de banco, soy demasiado viejo para hacerlo. Aunque si he de ser sincero no es tanto porque mi banquero no deje de sonreír, un día volví la cara mientras el me explicaba números, me vi reflejado en un espejo que tiene en una pared y…….yo sonreía.
 
 
Esto ya lo publiqué en "opiniones de alguien que debería estar callado" pero al releerlo me he dado cuenta que debía estar aquí.

sábado, 28 de mayo de 2011

Baja por mi espalda, por mi piel desnuda...

Baja por mi espalda, por mi piel desnuda. Se toma el tiempo justo en el abismo de mis nalgas y de allí se deja caer al infinito suelo perdiéndose entre sus fauces. Era un beso que dejaste olvidado en mi cuello. Se enrosca a mi espalda, se enrosca una y otra vez aumentando su fuerza hasta casi dejarme sin respiración. Crea un aterrador vacío delante de mi pecho buscando la ausencia de tu pecho contra el mío. Es un abrazo, uno que sigue buscando tus brazos y sin embargo no sabe que ya hace mucho que te fuiste. Habla con mi sombra. Le cuenta de tu ausencia y de cómo la partida fue una derrota donde nadie ganó en la batalla. Le dice que ella se quedó porque sabe que volverás a recogerla y entonces puede que las dos sombras jueguen en una cadencia de suspiros donde el tiempo sólo sea una excusa para convertirlo en deseo. Es tu sombra

Sueñas, perdida en un mundo donde la noche y el día son la misma cosa, y los ojos permanecen siempre cerrados. Donde el tejedor de cadenas sabe hacer demasiado bien su trabajo y, día tras día, va llenando tu cuerpo y tu alma de las más hermosas ataduras, para que su hermosura te haga olvidar su condena. Sueñas, sueños de papel, de metal, de hielo, mientras tu corazón, sumido en la más devastadora de las hogueras, grita sin descanso contra un mundo que transforma cada uno de tus gritos en un imposible.

Mientras, en un recodo de tus caderas, un hombre aguarda. En sus manos tiene un beso, sus brazos están prestos, por si el abrazo llega cuando menos se le espere, y su deseo está sentado a su lado, mirándole, jugando a ratos con tu sombra y a ratos con tu ausencia.

viernes, 27 de mayo de 2011

Moriré, seguro, moriré.

Moriré, seguro, moriré. Lo más fácil es que sea en un mes de mayo, al amanecer, cuando las amapolas abran sus pétalos a la vida yo moriré. Será una de las mañanas más hermosas de los últimos años. Escuchareis el ruido del agua arroyo abajo. El aire hará que las hojas de los chopos brillen como hace tiempo no lo hacían. Y alguien se descubrirá con una lágrima en su mejilla mientras el sol de ese día de mayo rompe contra ella con el mejor de sus rayos.

No lucharé. En un día como ese es innecesario soñar. Uno no puede pensar en mejor día para morir. Nadie vendrá la noche anterior a velar mi sueño. Nadie susurrará en mis oídos una canción de cuna para que mi sueño sea el último y el mejor de mis sueños. Nadie. Pero yo lo sabré, porque la luna, mi última luna, me mirará a los ojos con un fulgor de plata como nunca antes me haya mirado. No le guardaré rencor, no se puede guardar rencor a la mujer que nos dio el mejor beso. Dejaré que su luz ilumine el camino hasta mi cama y me dormiré con ella. La dama de la oscuridad cerrará mis ojos como nunca antes los cerró. Ese día su mano será la más suave de las manos. Apenas sentiré sus dedos cuando se apoyen en mis parpados. Y su aliento será el más cálido de los alientos cuando se acueste a mi lado.

Moriré, seguro, moriré. Como he soñado tantas veces, en el más hermoso día de la primavera. Seguro que será en un mes de mayo. Y tal vez alguna lágrima refleje los almendros que habrán empezado a florecer por esos días. Y puede que alguna lágrima caiga en mis labios y seque la sed de un hombre que ha muerto en una hermosa mañana de mayo.

martes, 24 de mayo de 2011

Estoy otra vez en el mismo sitio

Estoy otra vez en el mismo sitio. Juraría que esta vez lo había hecho bien. Seguí el camino correcto. Hablé con cuantos tenía que hablar. Escuché cuanto me dijeron. Los días de frío tape mi cuerpo con las mejores de las pieles, y los de calor dejé que mi piel sintiese el roce del viento. Aprendí de mis errores anteriores, o eso creo. No descansé en los lugares donde antaño engañaron a mi alma. Ni pasé por los bosques donde nunca entra la luz y un rumor demasiado parecido a la mentira no deja de sonar desde el alba hasta una nueva alba. Estoy seguro. De todos modos repaso sentado los mapas. Están bien. Hago memoria de cuantos pasos dí. Soy capaz de repetirlos en mi cabeza, con una exactitud que asombraría a Funes. Recuerdo con que pie fue dado cada paso, el paso justo en que sentí el guijarro bajo mi pie, el momento exacto en que mi pie izquierdo piso una hierba. No, no ha habido error. Aun así traigo a mi memoria cada centímetro del camino. Siento el polvo en mi memoria aferrarse a mi garganta. Toso. Giro a la izquierda en el recodo donde debía girar a la izquierda, me paro y miro al horizonte cuando el camino abre ante el anchuroso valle. Limpio la sudor en mi recuerdo que cae resbalando mientras un pájaro cruza ese recuerdo y se pierde en la lejanía.

Estoy otra vez en el mismo sitio. Siempre he estado en el mismo sitio. Unas veces tras el más hermoso y exótico de los viajes, las más  simplemente después de unos días de olvido. Pero como siempre no le daré tiempo al desaliento. Vuelvo a meter los mapas en mi zurrón., miro al horizonte, hace un buen día, siempre hace un buen día en estas tierras. Mis zapatos son nuevos otra vez, y mi alma parece sacada de la mejor de las lavanderías, esa donde sólo trabajan con las almas que nacieron para caminar por estas tierras. El pie derecho se mueve, se asienta sobre el polvo del camino, el izquierdo espera atento y cuando llega su turno comienza su trabajo, camino sin prisa.

sábado, 21 de mayo de 2011

Quiero dormir en ti esta madrugada,
Ser carne y vena en ti y sentir
Como la sangre fluye por mi alma.
Quiero poder hablar con tu silencio,
Y que mi boca sea enredadera
Y tu espalda pared al sol de mayo.
Quiero dejar que el viento derribe
Cada uno de mis brazos en tu pecho,
Y que tu pecho sea eterno y mi caricia
Nunca acabe de abrazarlo.
Quiero una madrugada de febrero
Y que mis manos anden por tu piel
Como anda la lluvia en los cristales.
Quiero un clavel de luz y una palabra,
Y un segundo de más en cada día,
Y tu boca y mi boca en ese espacio,
Y un manantial de labios y deseo.
Quiero, a fin de cuentas, lo que quiero,
Unos ojos de miel y despertares,
Una sonrisa atada a tu mirada,
Un lecho en tu mañana y en mi alma.

jueves, 19 de mayo de 2011

Aviso



La empresa adjudicataria de este blog comunica que a partir de hoy  pasaremos de colgar cada día un cuento a hacerlo una o dos veces por semana.


Las causas han sido varias, a saber:

Ø      Agotamiento de todos los integrantes de la empresa, es decir yo.
Ø      Directrices del FMI (Fondo Monetario Internacional) y de los mercados de valores (y me he cagao por si me quitan la pensión)
Ø      Que no hay el número de entradas esperadas en su creación. Esperábamos entre 5 y 10 entradas, en los planes más optimistas, y somos muy optimistas, y nos estamos moviendo entre 25 y 40, lo que crea estrés al único miembro de la empresa.
Ø      Presiones exteriores y anónimos en Facebook del tipo “me gusta”  y parecidos, cuando no algún “comentario”
Ø      Darnos cuenta en la empresa (otra vez yo) de que gustan más los cuentos que a la empresa le gustan menos y viceversa, lo que nos hace replantearnos el futuro y acometer un ERE en cuanto a la temática de los cuentos.
Ø      Y finalmente que el personal de la empresa (yo) en discusiones con el dueño (yo) ha acabado por reconocer que es lo bastante vago como para no soportar este ritmo.

Por todo lo anterior la empresa le pide disculpas a los y las que “han pasado por aquí”, les ruega no sean muy duros en sus criticas por esta decisión con el empleado (notarán que aquí sólo hablamos del empleado y no del dueño para que sientan lástima en sus críticas). Y les emplazamos a continuar siguiendo este blog  aunque de una manera menos cotidiana, agradeciéndoles la cantidad inesperada de visitas que hemos recibido.

Aviso: la empresa se replantearía esta decisión solamente en dos supuestos:
  1. Que una gran editorial se interesara en la publicación de los cuentos. Para lo que las interesadas se han de poner en contacto con el jefe del departamento comercial (que voy a ser yo otra vez).
  2. Que hubiese un aluvión de peticiones de continuar con el cuento diario (entendamos por aluvión entre diez y veinte).

Sin más se despiden el dueño de la empresa, el departamento comercial y el empleado. Un abrazo a todos/as.

Y ahora os regalo la canción que hay al final. Es de Silvio Rodríguez, como no. Cualquiera de las frases que componen la letra sería digna de ser puesta aquí, pero hay una que me ha acompañado durante muchos años “¿cómo sabrá la cerveza que el sepulturero se beberá cuando acabe de darme abrigo?”. Tomémonos un tiempo para bebernos esas cervezas, compartamos cultura, cariño, amor, libertad, utopías, sexo; y todas y cada una de las cosas que valen la pena ser compartidas.

Y ahora escucha esto...

miércoles, 18 de mayo de 2011

Hace dos días

Hace dos días, apenas dos días, faltó nada para que le diese un beso al sol. Llevaba los labios pintados. Estaba a mi lado, a la distancia de un suspiro. Sé que pensaréis que es mentira; pero teníais que haber visto como me miró de reojo. En el último momento, entre mi torpeza y su indecisión, el beso se perdió entre los pasos de los demás caminantes.

Ayer, cuando todavía tenía en mi memoria la blusa apenas abrochada de la luna, y sus rayos tocaban en mi ventana para velar mi sueño, probé a lanzarle un guiño. Si, ya lo sé, ni soy el mejor de los amantes ni mis guiños se han hecho famosos en la poesía romántica; pero estaba tan hermosa la luna. Sonrojada, evitando mi mirada y haciendo esfuerzos por que su blusa no incendiase un deseo que se vino a la cita a la primera llamada. Pero una nube, una de esas que no han sentido nunca la llamada de la sangre, cuando la sangre deja de ser obediente y abandona las venas para correr sin rumbo por la mente, por el sexo, por las ansias, se llevó la luna de la mano, mientras ella volvía su cara y se llevaba la imagen de mi cuerpo desnudo en aquella noche sin dueño.

Hoy, cuando hemos hecho reunión sobre las doce, y ya no faltaba nadie. Cuando el deseo, la pasión, las pocas normas morales que quedan en mis cajones, y una primavera que ya hace años decidió quedarse en mis tierras y lucha a brazo partido porque nunca llegue el verano, ni el otoño, ni el invierno, se han sentado a la mesa, con una cerveza en la mano cada uno. Hoy hemos trazado un plan. Ya tenemos el parche, soplan vientos propicios, cada uno lleva en su mano una espada, y hay buena mar para zarpar. Nos lanzaremos a un mar que siempre tiene en sus manos la calma y la más embravecida de las noches; pero un mar que, no importa cuánto tiempo nos tenga entre sus aguas, siempre nos devolverá a una playa donde nos espera un sol con los labios pintados y una luna que sigue haciendo lo imposible porque una blusa de suspiros tape unos pechos de oro, y esperan a un navegante que bese esos labios y se lance sin miedo entre unos pechos donde merece la pena terminar un viaje.

martes, 17 de mayo de 2011

Miguel (Capítulo II de II "Clarita")

Mierda de escalera. Con lo poco que les hubiese costado poner un ascensor. Son gente joven, dijo el que nos vendió el piso hace años. ¡Dios, cuántos años hace ya de eso! Y no tendrán problemas para subir las escaleras. Ahora hay noches en que ni agarrándome al pasamano consigo subir sin dificultad. Ya no me cago en su madre, hubo años en que lo hacía, pero ahora ya no. Apenas si tengo fuerzas para subir como para ir malgastándolas. Y si, tenía razón, éramos jóvenes, incluso creíamos que lo seríamos siempre. Que poco dura a veces “siempre”. Apenas diez años, los justos para tener a Clarita y que esta cumpliese cuatro años. ¿Dónde estarán ahora?. Tendré que pintar la puerta algún día, y poner una cerradura nueva, la llave apenas si entra. Cualquier día se me rompe dentro y me toca hacer noche en el rellano. O lo que es peor, ir a casa de Luisito a pasar la noche. Como hace cuatro meses. Ojalá no me hubiesen aguantado las piernas aquella noche y me hubiese quedado a dormir en el rellano, o el portal, o en mitad de la calle, coño, todo menos haber ido a dormir a casa de Luisito. ¡Que noche!, más de media hora para recorrer los trescientos metros que me separan de casa de Luisito, un buen rato para encontrar su nombre en el portal. Que ya podría Luisito limpiarlo, porque apenas se ven la L y algo que parece un “ito” al final. Y toco, y alguien que me contesta llorando y me pregunta quién soy. Pensé que me había equivocado, pero de pronto escucho “uno, dos, uno, dos, aquí Luisito preguntando quién llama”. Y te juro que lloraba, nada de broma, el tío estaba todavía borracho y mezclaba lo que sonaba como una broma con un llanto triste. Y yo, que sujetándome como podía al portal le contesto “aquí borrachito uno llamando a borrachito dos, ¿puedes abrirme la escotilla?”. Abrió la puerta sin contestar, pero sin apagar el aparato, y yo le oía llorar entre a moco tendido y como sollozando. Mira, algo bueno tenía el piso de Luisito, lo habían construido apenas dos años después del mío, pero le habían puesto ascensor. “Si bebes no conduzcas”, ni cojas un ascensor. Seis veces subí del primero al último y bajé del último al primero. Y Luisito en el rellano llorando y gritando “que te pasas tío”, “que no llegas tío”. Si no llega a llegar aquel chaval, el hijo del antiguo capataz, y sube en el ascensor me paso media noche para arriba y para abajo. Subió en el ascensor y me dijo “¿a qué piso?”. Apretó el botón y allí estaba Luisito, esperándome, llorando todavía. El chaval ya nos conocía, por eso no hizo ningún comentario. Vaya si nos conocía. Entramos los dos en casa de Luisito. Un palacio comparada con la mía. Cuando Luisito no estaba, digamos mal, era un hombre limpio y aseado, y no como yo. Nos sentamos en el comedor. Él en un sillón y yo en el sofá. Y seguía llorando. Yo hubiese pensado en otros tiempos que aquello no era normal, pero recordaba cuanto había llorado yo, y lo mucho que aún lloraba. Pero claro, mi historia era dura, muy dura, pero la de Luisito creía que no.
Yo era un buen trabajador, de los mejores. Y un día me comentan algo de una reconversión. Y me digo que a mi no, que a los buenos trabajadores les aguantan en el puesto, aunque me entra un poco de miedo por el tema político y sindical. Dos semanas, dos semanas nos dieron para buscarnos un nuevo trabajo. Ni buen trabajador ni nada, a la calle. Como un perro, a la calle, y a buscarte la vida. Le llamaron algo así como jubilación anticipada, pero la verdad era que estábamos despedidos. Y las cosas que comienzan a ir mal. Clarita sólo tiene dos años, es una perla. Pero últimamente duerme poco. No se puede dormir mucho cuando siempre se grita y se discute. Los primeros meses casi fueron como unas largas vacaciones. Todavía quedaba de lo ahorrado y parecía que todo seguía igual, pero se fue acabando poco a poco. Que largos son los días coño, que largos. Clarita parece que no coge mucho peso. Hasta que la muerte nos separe. Y hay tantas cosas capaces de separar que no son la muerte. Ojalá me hubiese esperado cualquier día en una esquina, ojalá. Pero no, yo soy fuerte, y buen trabajador, de los mejores, y hasta para eso he sido bueno, para aguantarlo todo. Ni el despido, ni el alcohol, ni el accidente que tuve con el coche, ni cuando se fue mi mujer con Clarita. Ya casi no sonreía Clarita en los últimos tiempos. Nada, nada puede conmigo. Yo soy un trabajador fuerte. Quizá fue el alcohol, o lo largos que son los días; pero una noche llegué a casa y ya no estaban. Apenas si se había llevado lo imprescindible, y hasta hoy. Clarita ya debe de ser toda una mujer, puede que la mujer más guapa del mundo, seguro. Tampoco tenían mucho que llevarse, en los últimos tiempos vivíamos bajo mínimos. Aunque si intento recordar no sé ni como vivíamos. Yo salía de casa temprano, a buscar trabajo. Y no miento, los primeros meses salí a buscar trabajo, hasta que acabé en el bar de Antonio. Él no tiene la culpa, Dios me libre de pensar así. Simplemente el bar estaba ahí cuando salía a buscar trabajo y ahí cuando volvía, y cada vez tardaba más en salir y menos en volver, y regresar a casa no era nada agradable. Clarita llevará bien los estudios, seguro, será de las mejores en su clase. Y poco a poco nos juntamos todos, como en una segunda oficina del paro. Primero Juan, al poco Lucas, y finalmente Luisito. Miguel no recuerdo cuando llegó o si siempre estuvo allí. Mira, ventajas del alcohol, te deja una memoria plana. No, nunca le pegué, pero el día que no discutíamos era porque yo llegaba demasiado borracho como para discutir.
Y Luisito que deja de llorar de golpe. “Tu no sabes nada de mi” me dice. Y yo le miro entre los párpados. “Nada”, repite. Y le sigo mirando entre los párpados, tumbado, sin mover ni un músculo del cuerpo. Ojalá hubiese tardado un poco más en hablar, me habría dormido del todo. “los tres”, me dice, “murieron los tres. Emilia y los dos niños”.
A las seis de la mañana todavía seguíamos llorando los dos. Si no fuera porque siempre nos duele más lo nuestro aquella misma noche olvido a mi mujer y a Clarita. Clarita debe de gustar mucho a los chicos, igual tiene novio y todo. El otro día tuve que sacar una foto que tengo de cuando tenía año y medio. Estamos en un parque su madre, ella y yo. Había olvidado el color de sus ojos. Verdes, con un poco de marrón, como los míos. Y despiertos, muy despiertos. Y había olvidado como era su pelo. Lacio, rubio y lacio. Y había olvidado… Me asusté, apenas si recordaba nada de Clarita. Y me da miedo que llegue un día en que me la cruce en la calle y no sepa que es ella. Y me da miedo que vayamos borrachos e incluso le digamos algo. Y me da miedo darme cuenta de que nunca existió Clarita. Hasta hace poco sabía donde estaban, aunque nunca me atreví a ir a visitarlas. Tampoco su madre quería que fuese y, aunque me lo prometí muchas veces, nunca me atreví a visitarlas. Hace poco más de dos años me llegó una carta de su madre. Se casaba y ya no necesitaba para nada el dinero que yo le pasaba. Poco, porque mi pensión no daba para mucho. Y se iba a vivir a otra ciudad, no me decía cual. No he vuelto a saber nada de ellas. Al menos Luisito sabe donde están enterrados su mujer y sus dos hijos, aunque nunca vaya a verlos, pero mi Clarita no está en ningún sitio. Igual viven a dos manzanas de mi, igual me la cruzo un día y no la reconozco, igual han muerto. Pero yo soy un buen trabajador, fuerte, y tengo la impresión que la muerte se ha olvidado de mí.
Me levanté, ni despedirme de Luisito pude. Él tampoco lo notó. Al llegar a la puerta me volví y lo vi. Estaba allí, sentado en el sofá, con las manos entre la cara y sin dejar de llorar. Yo ya me había repuesto. Soy duro, muy duro, y muy buen trabajador, aunque ya no haya vuelto a trabajar desde lo de la regulación de empleo. Pero Clarita sabe que su padre es trabajador, y honrado, y… Mierda, seguramente Clarita ni se acuerda de mí. Seguramente su nuevo padre la trata mucho mejor que la trate nunca yo. La quería, vaya si la quería, más que a nada en el mundo, incluso más que quise nunca a mi mujer, pero yo soy duro y no está bien eso de demostrar los sentimientos, pero la quería. Aun hoy se me hace un nudo en la garganta cuando la recuerdo venir hacía mi con su paso vacilante cuando yo regresaba del trabajo. Y su madre le gritaba que no molestase al papa, que estaba muy cansado, y vaya si lo estaba. Molido, con dolor en cada uno de mis huesos. Y Clarita se quedaba mirándome, con los ojos abiertos, esperando, y yo no tenía huevos para cogerla en brazos. Le decía que fuese a jugar con mama, que papa estaba reventado. Y Clarita, mi Clarita, se iba. Sin quejarse, como hacen los niños. Y yo me quedaba allí, con los huesos molidos y los brazos vacíos. Casi no recuerdo como era la piel de mi Clarita, ni lo que pesaba. Soy incapaz de recordar alguna vez que la haya tenido en brazos salvo los primeros meses después de nacer. Pero yo era tan buen trabajador que me dejaba hasta la última gota de aliento en el trabajo y no guardaba nada para Clarita, ni para mi mujer, y seguramente eso fue lo que pasó. Pero ¿qué podía hacer yo?, había que comer, y que pagar el piso, y que comprar un coche, y que trabajar, hasta los sábados, y algún que otro domingo. Y mientras, Clarita y mi mujer, se fueron vaciando de mí, hasta que ya no les quedó nada. Los últimos tiempos Clarita ya no venía corriendo hasta mí cuando llegaba del trabajo, ni mi mujer me daba el beso al llegar, ni yo tenía fuerzas para pedirlo. Que guapa debe de ser Clarita, seguro que lleva locos a los muchachos de su barrio, seguro.

lunes, 16 de mayo de 2011

Tus ojos

Tus ojos. Tus ojos tiene todavía el rastro de todas y cada una de las lágrimas que han vivido en ellos. No importa si nacieron de las ausencias, o fue la ternura quien las trajo de su mano. No importa.
Tu boca guarda demasiados besos. ¿Crees que vale la pena? Un beso sólo es un beso cuando vive en el recuerdo de otro, mientras tanto tus labios se resecan una y otra vez, sin que seas capaz de entender por qué. Tu boca habla sin cesar porque no quiere decir lo que temes. Y l o que temes es un arco iris que nunca encuentra una gota de agua que le de sentido. Es pronunciar sin temor la palabra “deseo”; pero el deseo es más listo, y aunque tu boca no lo nombre encuentra sitio en tu mirada, y en tus pechos, y en tus miedos, y se lanza al vacío en espera de que hagas ese viaje con él.
Tus manos. Tus manos tiene el recuerdo impreciso de para qué fueron creadas. Sienten la falta incomprensible de una piel por la que recorrer un camino que las lleve hasta otros mundos. Hay días en que se mueven como ciegas en un aire que trae la fragancia de otras manos, esperando que ese aire se convierta en un abrazo que crezca hasta el infinito; pero no es así, prefieres meterlas de nuevo en tus bolsillos, de vuelta a casa.
Tu cuerpo sigue creciendo, alimentándose de imposibles. Y un cuerpo alimentado de imposibles es capaz de olvidar que no es nada sin otros cuerpos. Olvida la geometría, y unas caderas quedan abandonadas en cualquier esquina. Olvida la química, y la primavera nunca encuentra la sorpresa de la mirada en otros ojos. Olvida la literatura, y crea una y otra vez poemas que sólo tiene palabras y ritmo, unas palabras que nunca son el reflejo de una derrota o una victoria, porque nunca entras en batalla alguna; y un ritmo que añora el sudor, los gemidos, la calma.
Tus ojos, tu boca, tus manos, tu cuerpo, tú. El más hermoso de los lugares donde sólo falta la intención.

viernes, 13 de mayo de 2011

Miguel (Capítulo I de II "Cuando estamos sobrios")


Míralo, borracho como una cuba, como casi siempre. Y ahora por lo menos se ha dormido. En una posición incomoda, pero al menos se ha dormido. Cuando despierte acabará cagándose en Dios por el dolor que va a tener de cuello, pero al menos nos va a dejar tranquilos unos minutos.
Duerme como un bendito. Como un bendito que no para de roncar. Está tirado en una especie de sofá, con la cabeza apoyada en el brazo. El brazo del sofá es demasiado alto para dormir en él. Más de una vez he probado sus efectos. Te duermes pensando lo bien que se está, y al despertar tienes un terrible dolor agarrado al cuello, justo en la parte trasera. Parece que lleve un perro cogido, dijo la primera vez que despertó después de una borrachera. Y hay que dar gracias que hoy se ha dormido de espaldas. No es que sea muy agradable la visión de su culo sobresaliendo por el lado del sofá. Con ese pantalón, remendado más de cien veces, que deja asomar un calzón que no habrá lavado en días. Pero la última vez se durmió de cara. Primero nos divertía ver las caras que iba poniendo. Mirar como movía los labios incansablemente. Sacaba la lengua y la pasaba por ellos. Unas veces simplemente para humedecerlos, otras como si acabase de tomar un largo trago y secase sus labios. Muy divertido, al menos hasta que comenzó a caerle aquella babilla pegajosa. Primero se quedó colgando de los labios, incluso hicimos apuestas sobre si llegaría a caer o no. Pasados diez minutos de verla subir y bajar a cada respiración ya no tenía gracia, comenzó a darnos asco. Finalmente cayó, cayó incesablemente. Bajo por su mejilla hacia el cuello. Era como si un caracol hubiese pasado por allí. Veíamos brillar su mejilla, su cuello. Hasta que llegó al sofá y comenzó a hacer un charquito justo debajo de su barbilla. Alguien propuso despertarlo ante lo asqueroso de la visión, pero quién se atrevía. Sus despertares eran todo un misterio. A veces despertaba como si hubiese repuesto todas las fuerzas que en los últimos años le había quitado la bebida. Cargaba contra todo y contra todos. Malditos bastardos, gritaba, ¿por qué no vais a mirar a vuestra madre?. Y ponía una cara como nunca habíamos visto. Los ojos rojos, casi saliéndose de sus órbitas. El cuello con todas las venas hinchadas, a punto de estallar, y los puños cerrados en actitud amenazante. Le mirábamos entre sorprendidos y asustados, al menos las primeras veces. Luego ya se fue haciendo algo cotidiano. Todos sabíamos que no pasaría de ahí. Que cansado de arremeter se calmaría, y se acercaría a la barra de nuevo a mendigar un trago. Venga Luisito, no seas malo, decía, págate un chato. Y Luisito, o Juan, o Lucas, acababan por pagarle un chato. Si, puede que no hiciésemos bien, pero eso a quién le importaba. A él no, desde luego, y nosotros sabíamos de su historia lo suficiente como para tenerle lástima. Otras veces, estás son realmente memorables, despertaba en silencio, como si no llegase a despertar del todo. Incorporaba el cuerpo lentamente y se sentaba en al sofá. En esas ocasiones no hacía falta que mendigase nada, nosotros mismos cogíamos un chato y nos acercábamos a él con nuestras cervezas en las manos. No las primeras veces, claro, sino cuando nos dimos cuenta de lo que pasaba en esas ocasiones. Él había contado que antes, cuando todavía no bebía, o al menos no tanto como ahora, era escritor, y filósofo, y poeta, y que no era de los malos. Pero claro luego vino aquello. Nos sentábamos todos alrededor de él, en las sillas, mirándolo, esperando, dando sorbos cortos a nuestras cervezas mientras él apuraba poco a poco el chato. Puso las manos ante él, como si en ellas llevase algo, como ponemos las manos cuando cogemos aguas de una fuente. No, no tenía nada, al menos no en las manos; pero todos sabíamos que iba a comenzar a hablar, y lo hacía. Las primeras veces pensamos que ya se había vuelto loco del todo, que su cirrosis, que presumíamos aunque no estuviésemos seguros de que la padeciera, y sus estados de alucinación producidos por el alcohol, habían acabado por hacerle desvariar del todo, y apenas si prestábamos atención a lo que decía. Fue un día en que Lucas se acercó a él, se sentó a su lado, porque había tenido un accidente en el trabajo y tenía un pie escayolado. Se cansaba si estaba mucho tiempo de pie y coincidió su cansancio y el hecho de sentarse con el comienzo de uno de esos monólogos de Miguel. Todavía no había dicho su nombre, se llamaba Miguel, o esos nos dijo en una ocasión; porque pese a que ya llevaba cuatro años arrastrándose por aquel bar eran pocas las ocasiones en que hablaba de si mismo. Aparte de “un chato coño, que vengo seco”, y los improperios de sus despertares violentos, tan sólo dos o tres veces habló con nosotros, que casi somos los únicos clientes habituales de este bar. Fue en esas ocasiones cuando nos contó su desgracia. Todavía algunos no se la creen, piensan que no deja de ser un borracho más de los que tan habituales son hoy en día en las grandes ciudades. Llegamos a enterarnos de su nombre, de que había una mujer por ahí, eso decía él, aunque nunca por dónde, y un estrepitoso fracaso en no sabemos bien qué que le llevó a donde hoy estaba. “En el culo del mundo”, como decía. A lo primero nos molestaba aquello de “esto es el culo del mundo”, porque nosotros también estábamos allí, pero nos fuimos dando cuenta de que tenía razón, de que si aquello no era el culo del mundo estaba, al menos, muy cerca o a punto de serlo. Lucas se sentó en una silla, frente a él. Desde donde estábamos veíamos a Lucas de cara a nosotros. Le vimos apoyar los codos en las rodillas y su barbilla en las manos, mientras sostenía su cerveza a mitad beber. A Miguel le veíamos de espaldas, quieto, sin que pareciera mover ni un solo músculo de su cuerpo. Lucas seguía inmóvil, parecía haberse dormido en aquella postura. Venga, Lucas, deja de hacer el idiota y vente aquí, le gritó Lusito. Pero Lucas ni caso. Quieto, como si se hubiese muerto así, apoyado en sus manos y con los codos en las rodillas. Ni sorbos daba a su cerveza. Y nosotros dale que te pego a la risa, y venga decirle animaladas, a cuál más fuerte. Lucas, que se te va a beber la cerveza si te duermes. Pero míralos, si hacen tan buena pareja de borrachos. Y así continuamos, venga de la risa, y sin parar de beber cerveza. Y Lucas que seguía quieto, con los ojos abiertos, mirando a Miguel que parecía, o de espaldas eso nos pareció, que seguía durmiendo sentado en aquel sofá. Casi cuarenta minutos. Yo creo que Lucas batió el record del mundo de no mover ni un pelo, sólo igualado por Miguel, que tampoco parecía mover ni un pelo. Al poco Lucas que se levanta y se viene a nosotros dando tumbos. Y nos extrañó, porque aquella noche, Lucas, era el que menos había bebido al estar tanto tiempo sentado. Coño, tío, no me jodas que te has emborrachado de olerle el aliento, le dijo Juan. Y Lucas que seguía viniendo a la barra con los ojos fijos en ningún lado. Y así siguió aquella noche hasta que nos fuimos a casa, totalmente en silencio, con los ojos perdidos, y haciendo como que pensaba, porque nosotros estábamos seguros de que sólo iba como una cuba. Y a los tres días lo mismo. Los dos de antes Miguel despertó violento. No más que otras veces, ni menos. Pero al tercer día, y nosotros que ya veíamos algo raro en Lucas, porque le miraba mucho como si esperara algo, va Miguel y se incorpora poco a poco, en silencio. Y Lucas que coge su cerveza y sin decir “ahí os pudráis”, que era lo que solía decir cuando se alejaba de nosotros, se encamina a la misma silla de tres días antes.  La escayola se la habían quitado el día de antes, y ya andaba sin dificultad, por lo que nos sorprendió un poco. Sobre todo porque Lucas siempre era de los que aguantaban en pie hasta el final. Una vez, sólo una, lo vi caer al suelo y rodar. Hacía ya tres años, el día en que lo despidieron de su anterior trabajo. Vino al bar y no nos dijo nada. Se agarró a la barra y dijo “hasta que se acabe la cerveza”. Solemos hacer apuestas parecidas, por eso no nos extrañó aquello. Y nos pusimos a ello. Mira que bebemos, pero bebemos, bebemos, como si fuese un trabajo a destajo. Hay días en que no nos iremos a casa sin al menos un par de litros o tres de cerveza en el cuerpo; pero aquel día fue la hostia. Oye, que al menos diez veces fui a mear, y todas de campeonato. Y Lucas que, sin soltarse de la barra, se mete entre pecho y espalda al menos cinco litros de cerveza. Y sin una tapita de mierda, a pelo., entre cigarro y cigarro. Y que se suelta de la barra. Entre risas le miramos, esperando a ver cuanto tardaba en caer redondo al suelo. Y él que comienza a andar hacia la puerta con paso firme, casi un militar parecía. Y que se vuelve a mitad y nos suelta “ahí os pudráis”, y se gira, y sigue con el paso firme. Y nosotros, venga la risa, enfilamos también hacia la puerta pero por otros caminos. Como que parecía la subida al Mortirolo el camino a la puerta. Y venga curva, y yo que te cojo, y tú que te coges en mí, y ahora traspiés y golpe en una mesa. Pero Lucas ni esas, el tío firme y recto como una vela, sin ni un solo traspiés, ni una duda. Se agarra al pestillo y abre a la primera. Y a nosotros que nos costó tanto encontrar el pestillo que tuvo que venir Antonio, el dueño del bar, a abrirnos la puerta. No te digo más que casi lo perdemos. Al salir le vimos que doblaba la esquina encarando la calle que va a dar a la plaza. Una calle en cuesta con escalones. Y apretamos el paso, haciendo más eses que un niño en una cartilla de aquellas de Rubio. Y llegamos a la esquina, y doblamos, y Lucas parado delante del primer escalón. Mierda, muy borrachos íbamos, pero nos dio un susto de muerte. Ahora nos reímos al recordarlo, pero aquel día si nos pinchan no nos sacan ni una gota de sangre. Pues no ha hecho bromas luego Luisito con lo de “si nos pinchan no nos sacan ni una gota de sangre”. Pues claro que no, dice Luisito, pero cerveza nos hubieran sacado más de dos barriles. Y Lucas parado, como si lo hubieran clavado al suelo. Y de repente que adelanta un pie, que falla el escalón, que se va más de treinta metros rodando como una pelota. Y nosotros que echamos a correr detrás. Bueno al menos los diez primeros metros, porque luego fallamos también algún que otro escalón. Aquello parecía un concurso de una bolera, pero como si hubiesen tirado todas las bolas a la vez. Chico, que montón, cuatro tíos en un montón al final de la calle, ya en plena plaza. Borrachos, nos grito una vieja que pasaba por allí. Será guarra, le contesto Juan. Lo cierto es que el porrazo fue de feria. Lucas debajo, hecho un guiñapo. Y nosotros encima. Oye, dos minutos, ese fue el tiempo que no estuvimos borrachos aquella noche, el tiempo  justo de darnos cuenta de que Lucas no se había hecho nada. El culo del mundo, grito, pero el culo, el culo. Y se nos fue una risa que tuvieron que llamar a los municipales. Vaya escándalo que se armó. Pues eso, que sin decir nada se fue a sentar otra vez delante de Miguel. Volvió a apoyar los codos en las rodillas, y la barbilla en las manos, pero esta vez nos hizo un gesto para que fuésemos a sentarnos a su lado. Ni caso, pero ni puto caso que le hicimos. Y el dale que te pego a llamarnos, parecía un molino de viento moviendo los dos brazos sin parar. Luisito decía “no le hagáis caso, no le hagáis caso y veréis como nos reímos”. Y vaya si nos reíamos. Nosotros agarrándonos la tripa para no partirnos, y Lucas moviendo los brazos y abriendo mucho los ojos para llamar nuestra atención. Y en eso que entran dos tías al bar. Toque general, menos para Lucas claro, que había vuelto a quedarse como idiota delante de Miguel. Déjalo, dijo Juan, que se pudra, como dice él, él se lo pierde. Y vaya si se lo perdía. Dos tías de las de hoy. No más de veintiocho años tendrían. Con su faldilla corta y una camiseta apegada al cuerpo. Bendito sea el aire acondicionado que instaló Antonio el año pasado, y más bendito el espejo de pared que tenía detrás del mostrador. Y sé que no deberíamos de mezclar a la iglesia en esto, pero las chavalas eran divinas. Y debía de ser nuestro día de suerte porque van y se sientan de cara a la barra en una de las mesas. Y nosotros de espaldas, haciendo como que hablábamos con Antonio y entre nosotros, pero con los ojos fijos en el espejo. Y que piernas, casi ni se acababan. Y que braguitas. Ole por el que inventó el tanga. Casi un cuarto de hora como idiotas, mirando el espejo. Y el aire acondicionado que comienza a hacer efecto a través de las camisetas. Y todo junto que comienza a hacer efecto en nosotros. Creo que fue el primer día que Antonio nos tiró del bar. Ni en las peores borracheras nos había hecho marcharnos, pero aquel día hasta yo reconozco que nos pasamos un rato. A Luisito no le dieron un par de hostias las muchachas de milagro. Y ya en la calle a reírnos, como siempre. Creo que ha sido la época de mi vida en que más me he reído. Me tenía que agarrar a la pared para no caerme. ¿Y Lucas?, preguntó Juan. Coño, nos lo hemos dejado dentro. Pero a ver quién era el macho que entraba. Te juro que nunca había visto a Antonio tan enfadado. Y Antonio montó el bar con lo que le dieron de despido en el puerto. Fue hace unos diez años, despidieron a la mitad de los estibadores del puerto. Y entonces aun se cargaban los barcos a mano. No veas que brazos tenía el tío, como dos troncos de roble. Y que espalda. Pues no le habíamos visto romper camisas por detrás al hacer un esfuerzo e hinchar la espalda. Que no, que no se atrevía nadie a entrar a por Lucas. Y allí que esperamos más de una hora. Y en eso que un grupo de cinco o seis chavales, mocosos de esos que llevan los pelos raros y la ropa que parece de un basurero, que va y se acerca a la pared de enfrente del bar y se pone a mear. Mira, arrancamos a gritarles de todo. Que si cerdos, que si guarros, que si les parecía que eso estaba bien. Y no van y nos gritan fachas. Pero si a nosotros nos importaba una mierda que measen en las paredes, pero aquella era distinta. En aquella llevábamos meando nosotros más de cuatro años. Pero si ya casi se veían las huellas de nuestras manos en la pared cuando nos apoyábamos en ella para no caernos mientras meábamos. Y, además, fachas nosotros, nosotros que teníamos el carné del partido comunista desde antes del año setenta y cuatro. Mira, como si nos hablásemos por telepatía de esa. Metemos los tres las manos en el bolsillo de atrás, no sin cierta dificultad. Coño, que al Luisito se le cayó todo lo que llevaba dentro de la cartera al suelo, pero mira, él que ni se inmuta y hace como nosotros. El carné del partido en la boca y echamos a correr detrás de ellos. Los primeros cien metros de maravilla. Los chavales gritándonos de todo y nosotros corriendo detrás; pero después… después Juan se agarró del primer árbol que vio y allí mismo dejó caer las cervezas y la comida de ese día. Pa vosotros, les grito agarrado aún al árbol. Y nosotros, pues como siempre, venga reírnos y reírnos. Y en eso que nos damos cuenta y habíamos perdido todos el carné. Y camino para atrás buscándolos. Estaban casi en la puerta del bar, se nos habían caído nada más arrancar a correr. ¿Facha yo?, dijo Juan, que me he corrido más de quince maratones delante de los grises, y de los verdes, y de los azules, y me los gané casi todos. Aun recuerdo la vez en que de golpe me volví cuando ya no me seguía más que uno. Chicos, tendríais que haberle visto la cara. El pa mí con la porra en la mano, seguro de si mismo, hasta que me vuelvo y conforme viene le grito “así me gusta, uno a uno”. Mira, el tío se vuelve y mira patrás. Nadie, habíamos entrado en una bocacalle y no le habían seguido los compañeros. Y yo que le repito “venga, macho, uno a uno”. Pues no le tenía yo ganas a uno de estos. Y él que no quiere quedar mal y se viene pa mi, y yo que muevo mis ciento cinco kilos de gimnasio cara a él. De la primera que le metí él y la porra volaron más de tres metros. Que si no me lo quitan los del partido que aparecieron por la otra esquina de la calle no digo que lo hubiese matado, pero le pego la paliza de su vida. Y aún así no se fue mal. Y ahora ya ves. Y nosotros que sabíamos de que iba a hablar y que nos ponemos tristes. Y ahora ya ves, repitió, cuatro ratas. Como dice un compañero mío de trabajo “cuatro rojos de mierda”. Toda la vida trabajando en el partido, en la calle, en las asociaciones, en cualquier sitio, para acabar a los cincuenta y pico cobrando la porquería de subsidio que cobramos. Y ya veis, hoy en día las reuniones clandestinas son pa mear en la pared de un barrio jodiendo a unos viejos. Que no, que si volviera atrás ni partido ni leches. Y lo que me jode cuando aún oigo alguno eso de que si la clase obrera, que si la plusvalía, que si la burguesía. Purititas mierdas, oye. Todos detrás del dinero, los unos y los otros. Los unos porque lo tienen y quieren más, y los otros porque no lo tienen y se pasan la vida haciendo horas extras y jodiendo a los compañeros pa acabar comprándose un coche que les viene justo pagar, o ahorrar todo el año pa unas vacaciones que son un infierno. Que no, que ni partido ni leches. Y se queda como mirando al cielo, callado. Y repite eso de que ni partido ni leches, pero de golpe y gritando. Ni partido ni leches, una buena cerveza. Y se pone a reír como si no estuviera bien. Pero ya nos había jodido la noche. Los tres, bueno y Lucas, éramos históricos del partido comunista. Y nos jodía que tuviese razón, porque la tenía. Eran ya muchos años de desencantos con los dirigentes, pero lo que más nos dolía era el desencanto con los mismos compañeros. Y nos levantamos en silencio. Y ni nos despedimos. Tu para acá y yo para allá, nos marchamos los tres, cada uno a su casa, sin acordarnos de Lucas. Que le den por el culo, otro rojo de mierda, y encima borracho. Y al día siguiente al bar, como si no hubiese pasado nada. Como si no hubiese habido chavalas, Antonio ni nos regañó. Bien nos conocía Antonio. Y como si no hubiesen meado aquellos payasos en la pared de enfrente. Y como si no hubiésemos sacado el carné, como si nunca hubiésemos sido comunistas. Los cuatro de plantón delante de la barra. Yo pago la primera. Y al trabajo. Se pagaban sin orden. Al principio no, al principio una tu y una yo, y tanto por uno san Bruno. Pero pronto nos dimos cuenta de que a la tercera o cuarta ya no teníamos ni idea de a quién le tocaba pagar, y salvo las de Miguel que si pagábamos cada día uno, las demás iban a voleo. Ahora tu ahora yo, hasta que no teníamos dinero, por eso decidimos hace tiempo llevar todos el mismo, así si a alguno aún le quedaba es que había pagado menos que los otros. Pues no nos reímos el día que Luisito se equivocó y se trajo dos mil pelas de más. Ahora con los euros va con más cuidado. Coño, que nos bebimos las dos mil pelas y al día siguiente quería que se las devolviéramos. Para cuentas estamos nosotros. Ni cuando bebemos ni cuando no bebemos. Te jodes Luisito, le dijo Antonio, estate más espabilado. Porque Luisito cuando se dio cuenta de que no nos sacaría ni un duro quiso que se las devolviera Antonio. Yo creo que no ha estado Luisito más cerca de la muerte que aquel día. Ni cuando casi lo pilla el tren de cercanías porque se quedó durmiendo en las vías. Entre Juan y yo sujetando al Antonio, y Luisito plantado en medio el bar, con los puños levantados y diciéndole que cuando quisiera, que allí lo esperaba. El Antonio nos arrastraba a los dos colgados a sus brazos, muertos de risa. Y el Luisito más serio que un palo, como si de verdad estuviera dispuesto a pegarse con el Antonio por dos mil asquerosas pesetas. Y el Antonio que nos arrastra, porque tenía más fuerza que siete Juanes y siete como yo juntos, y llega a la altura de Luisto. Yo pensé que Luisito le iba a dar, porque Juan y yo le sujetábamos los brazos, y que como le diera el Antonio lo mataba. Porque con media hostia el Antonio mataba al Luisito. Y coge el Luisito, estira los brazos, y agarra al Antonio de las orejas y le estampa un beso en toda la boca. Como platos se nos pusieron los ojos al Juan, a mí, y al Antonio. Más de medio minuto estuvimos que no sabíamos donde estábamos. Y El Luisito se pone a reír, abre la puerta, y agarra calle abajo para la plaza. El Antonio que sale detrás de él como loco, y nosotros también. Intentamos hacer burla un par de veces del tema, pero la mirada del Antonio es casi más peligrosa que sus brazos, así que ya nunca más lo nombramos delante de él. No es que nos quede mucha vida, pero tampoco hay que tentar a la suerte. Y esta me tocaba pagarla a mí. Me cago en los euros. Ahora beber lo mismo nos cuesta el doble. Durante un tiempo intentamos gastar el mismo dinero, pero la cosa del redondeo hacía que no bebiésemos ni la mitad. En fin, de perdidos al río, y subimos el dinero a gastar. Cuatro euros, a euro por tercio. Y cogemos cada uno el primero y nos dura un suspiro. Hasta el tercero es como si bebiésemos agua, vuelan. A partir del tercero ya nos aguantan algunos minutos en las manos, incluso nos movemos por el bar con ellos cogidos. Aunque el bar tampoco es una plaza de toros, pero tiene su barra, su mesa de billar al fondo. Antonio nos tiene prohibido jugar. Una zona con mesas y la parte donde está el sofá y unas sillas. La parte del sofá Antonio la quiso poner en su día para que el bar tuviese un aspecto más de pub. A los tres días se sentó allí Miguel y se acabó el pub. Pero tampoco le va tan mal con clientes como nosotros.

miércoles, 11 de mayo de 2011

El F. entre dos M.


… y entonces ella mirándolo le dijo “¿cuál es la puerta que debo atravesar?”. El la miró con un dejo de tristeza y tomándola de la mano la llevó cerca de un árbol ante el que había dos rocas y sentándose le hizo un gesto para que se sentara.

- El F. entre dos M.: desde aquí, desde donde estamos puedes ver la salida del laberinto, y si giras apenas un poco la cabeza verás las puertas que se abren ante ti. Mi mundo, el lugar al que yo pertenezco es el laberinto, mi cometido y todo cuanto sé termina al atravesar la salida de él. Más allá, bien sea ante las puertas que se abren ante ti, o bien sea ante el campo anchuroso que no termina ante la mirada, ya no soy nadie ni nada sé, ni de nada te puede servir mi ayuda o mis conocimientos. Ahora eres tú quien debe decidir.

- ella : pero no es justo, me has acompañado durante este largo viaje que ya no recuerdo si han sido días o años. En todo momento me has guiado sabiendo siempre cada paso que había que darse, cada descanso. Sabías si serían días de avanzar o días de esperar, sabías cuando el tiempo sería propicio para el viaje o cuando era necesario el cobijo ante el temporal. Parecías saberlo todo, todo. Y ahora, cuando la salida ha quedado tras nosotros, cuando ya sólo queda la decisión ante la última puerta, me dices que se acabó, que tu trabajo está terminado.

El la miró con cansancio, le recordaba a cientos de caminantes perdidos que ya habían pasado por allí, cientos. Siempre terminaba igual el viaje. Algunos lloraban ante las puertas, otros se volvían extremadamente violentos ante su incapacidad por mostrarles la adecuada, otros le pedían que los volviese al punto de partida, algo que él sabía que era imposible, todos demostraban el desconcierto que les producía la salida del laberinto. A ninguno de aquellos caminantes les pregunto nunca lo que habían esperado durante el viaje, que era lo que pensaban que habría a la salida del laberinto. No era su tarea ni nunca había sentido la necesidad de hacerlo.
En el principio, en aquellos días en que ya apenas recordaba, cuando el laberinto era más pequeño y menos intrincado, cuando apenas tardaba horas, como mucho días, en sacar a quien llegase perdido, le causo cierto asombro ver como sus caras pasaban de la alegría más intensa al más intenso de los desconciertos al ver las puertas tras la salida; pero ahora, cuando los años y la inmensidad del laberinto habían ido haciendo mella en su ánimo, apenas había nada que le sorprendiera, nada que hiciese que su actitud de indiferencia y de eficiente acompañante sufriesen el más mínimo cambio ante cualquier reacción.
Y sin embargo el rostro de aquella mujer hacía que pensase en cosas en las que ya hacía tiempo no pensaba. No sabría explicar cual fue la causa pero mirándola a los ojos le dijo:

- El F. entre dos M :  mi memoria nunca fue buena, no recuerdo si alguna vez conté a alguien lo que voy a contarte a ti, y no creo que te sirva de mucho. No sé como, ni de qué forma, un día estaba sentado, mirando al horizonte, cuando alguien se acercó a mi, debió de ser el primer caminante, yo estaba distraído, y le oí pedirme que le ayudase a salir. Fue entonces cuando me fije, cuando vi por primera vez el laberinto. No sé de donde salió, todavía hoy no sé de qué material está hecho, creo que ha ido cambiando su composición con el paso del tiempo, incluso su altura y su anchura han ido cambiando. Aquel primer laberinto no nos costó más de dos horas de atravesar. El caminante se situó detrás de mí, apenas a unos pasos, yo me levanté, como si no hubiese hecho otra cosa en mi vida que caminar por aquel laberinto. Giro a la derecha, giro a la izquierda, y giro tras giro, como si llevase en mi cabeza un mapa que siempre hubiese estado allí, en menos de dos horas habíamos llegado a la salida. Aquella primera vez yo me quedé tan asombrado como el caminante al ver que después de la salida teníamos ante nosotros nueve puertas. Él me miró con un asombro parecido al que tú me has mirado hoy, y yo oí como mi boca decía unas palabras que yo no tuve la conciencia de decir, oí como aquella frase que ahora repito sin modulaciones en el tono salía de mi “ahora eres tú quien debe decidir por donde sigue tu camino”. Y él también se sintió presa del desconcierto, como te has sentido tú, también miraba sin cesar a las puertas, a mí, a la salida del laberinto. Supongo que simplemente era el primer caminante, o tenía más prisa de la que tú tienes. Lo cierto es que me miró por última vez y abrió una de aquellas puertas y despareció de mi vista. Justo en aquel momento me volví a ver sentado, en el centro del laberinto, mirando al cielo, esperando.

I la caida


El día que descubrí que no era el extranjero de Camùs fue uno de los días más tristes de mi vida. Y no por el hecho de darme cuenta de que no era él, cosa por otra parte que ya hacía tiempo que sospechaba y se iba asentando en mi ánimo, sino por el increíble vacío que quedó de mí mismo. Si no era él, si no podía vivir con esa agradable sensación de indiferencia vital a la espera de que cualquier párroco bienintencionado sacase a la luz mis más hondas miserias, si no podía enamorarme de cualquier mujer, porque cualquier mujer puede ser amable, si no podía… entonces ¿quién era yo? Perdí incluso la magia y la esperanza de saber que mi vida acabaría en una prisión a la espera del tiro de Borges, de ese tiro que haría que pudiese componer el libro que nunca fui capaz de escribir, ese en el que el vuelo de una abeja es el más dulce de los pretextos para dibujar en el alma la sombra de todo cuanto quise ser y nunca he sido. Si, sentí desmoronarse mi vida entera, todo dejó de tener sentido. Y, sin embargo, nunca he conseguido ser otra cosa que un extranjero. Ajeno a mi tiempo, a mis amigos, a las mujeres que me amaron y a las que creí amar, o al menos lo intenté con la mejor de mis intenciones, ajeno a cuanto socialmente pasaba a mí alrededor; pero no con la “ajenidad” de la no militancia, no. Fui ajeno, soy ajeno, porque nunca he conseguido que nada formase parte de mí, nada salvo esta insobornable sensación de saberme inacabado, como si se me hubiese soltado a la vida cuando todavía quedaban instrucciones que poner a las piezas de lo que sería el puzzle de mi vida, y por eso ha sido siempre un montón de piezas inconexas incapaces de formar un camino lógico en el que al menos poder descansar unos minutos. Siquiera puede formarse el puzzle con dos o tres huecos y ver la totalidad a falta de algún detalle, las piezas son insoldables, son totalmente ajenas las unas a las otras y, sobre todo, ajenas a las manos del montador de puzzles, al cual no reconocen como siquiera cercano. De todos modos puede que decir que fue el día más triste de mi vida sea demasiado pretencioso por mi parte, tengo esa costumbre, lo hago también con los cuentos y relatos, puede que haya dicho “este es el mejor cuento que he leído nunca” más de mil veces y, dejando a parte el que puede que fuese cierto en cada ocasión, ese creo que es mi problema, el no ser capaz de…..; pero soy incapaz de tantas cosas.
Y ahora repaso cada una de esas piezas, sin conexión, como si viviera una eterna viudedad de la memoria, como si formasen parte de un todo inconexo, y cada una de ellas perteneciera a una vida diferente, como si hubiese vivido miles de vidas a bordo del mismo barco, este barco que comienza a hacer agua por diferentes partes de su casco. Y no voy ya al timón, me tumbo placidamente en cubierta, sin nadie que lo gobierne, sintiendo el sol cálido de la mañana y sonriendo a veces, llorando a veces, según la pieza que trae a mi cabeza el viento de poniente. Supongo que su viaje será este hasta el final, un viaje sin rumbo hasta que encalle contra la trenza infinita de la muerte o contra el amanecer donde los barcos se adentran para no volver más. Y aunque ya no soy, aunque nunca fui, el extranjero de Camùs, todavía guardo de él ciertos dejos que me sirven para sobrevivir, como la indiferencia sobre de dónde soplan los vientos, mientras no dejen de soplar.

martes, 10 de mayo de 2011

La memoria


Es curioso como nos aferramos una y otra vez al cementerio de la memoria. Como a fuerza de sacar a pasear cotidianamente a los muertos que pueblan dicho cementerio acabamos pareciendo sepultureros obsesionados por no dejar dormir su muerte al pasado. Ayer, ayer es un muerto reciente, uno de esos que todavía huelen a la colonia con que lo enterramos, mucho más presentable que “hace diez años” o “hace ya treinta años”, pero un muerto a fin de cuentas. A menudo nos sentamos ante alguno de ellos, alguno de los que nunca debieron de suceder, y nos quedamos mirándolo, como si bastara eso para que desapareciese, para que nunca hubiese sucedido; pero es cualidad de lo muerto no cambiar, salvo para la putrefacción y la dulce y tranquila desaparición.
Ayer, ayer estaba yo sentado en medio del parque, aunque nunca he sido muy bueno para las medidas y puede que estuviese en alguna de sus esquinas. Y apenas si recuerdo más cosas. Fue un ayer cotidiano, extremadamente cotidiano, de esos que se repiten una y otra vez en los calendarios, de esos que no son día de fiesta, ni víspera de suceso importante. Simplemente un día, veinticuatro horas en tiempo, y un amanecer, un dejarse ir el sol por el cielo, y un atardecer lánguido. Anteayer no fue mejor, ni en toda la semana pasada. No sé cuanto tiempo atrás tendría que remontarme para encontrar un día que fuese especialmente distinto como para merecer ser traído a mi memoria. Y no es que no me sucedan cosas, no, simplemente es que ya me han sucedido, y supongo que eso las ha hecho vestirse de una suave y aletargadora sensación de indiferencia. En los últimos diez años me he casado, he tenido dos hijos, he acabado la carrera y he encontrado un trabajo de esos que se dicen bien pagados y con expectativas de destino, y curiosamente a mi vida le ha pasado todo lo contrario, se divorcio de mi, mato uno o dos de los sueños que todavía estaban pendientes y se ha convertido en algo con pocas expectativas de destino y con un precio más que risible, suponiendo que hubiese alguien capaz de pagar un precio por lo que es ahora mi vida.
Hace diez años, ayer hacía diez años, estaba en casa, mi madre giraba a mi alrededor mientras ajustaba la camisa, comprobaba que mi pantalón estaba bien planchado, decía algo sobre que no se nos olvidara donde estaba la corbata, y mil sonidos más que no consigo recordar con claridad. Yo miraba por la ventana de la habitación, el sol hacía relucir las hojas de los chopos mientras una brisa suave las hacía bailar cambiando constantemente de color y de brillo. Estoy seguro de que pensé que era un día hermoso para casarse, que aquel debía de ser un buen presagio. A eso le siguió un sin fin de felicitaciones, una corta ceremonia en el ayuntamiento, una comida multitudinaria en la que ya tuve la sensación de que quien sobraba era yo, una interminable velada con puñado de amigos de los cuales no conocía bien a la mayoría, y una noche en un hotel con poco más de media hora de sexo que desde luego no pasará a los anales de la historia del porno. Luego ella se durmió, se durmió placidamente como si aquel hubiese sido el mejor día de su vida, y yo….yo me quedé sentado en una butaca que había a os pies de la cama, mirando por la ventana mientras me fumaba un cigarro. La miré durante largo rato, desnuda, durmiendo, y me di cuenta de que no la quería, de que nunca la había querido. Y me sorprendí de que aquello no me importase mucho, de que no fuese un descubrimiento que de repente hacía que mi vida se fuese por los suelos. Simplemente no la quería. Y por primera vez desde hacía días conseguí dormir más de cinco horas de un tirón. Por la mañana ella se sorprendió de verme durmiendo en aquella butaca, pero la situación simplemente dio lugar a unas risas más que sinceras y a algún comentario de mi miedo a volver a la cama por si ella me pedía más. Aquella misma mañana, en el desayuno, entre risas, mientras miraba como sus ojos estaban todavía brillantes a causa del alcohol de la noche anterior, del sexo, y de la emoción, me di cuenta de que tendría que decírselo. No ese mismo día, ni dentro de un mes, puede que ni antes de que pasasen cinco o diez años, pero que un día tendría que decírselo.
Supongo que esperé que algo facilitase la situación. No sé, puede que una mala racha, que una infidelidad por parte de alguno de los dos, o simplemente que se instalara el tedio en nuestras vidas y no hubiese más remedio que tomar una decisión. Pero a veces la vida, y ella, porque ella acabó haciéndome dudar de si era un ángel, se empeñan en hacer que las cosas no sucedan como uno espera. Cada día, durante los años siguientes, cada día, hasta ayer, durante los diez años, fue una copia más que feliz del anterior. Supongo que queda bonito, sobre todo en sociedad y en según que grupos, aquello de que las mujeres nos gustan por su interior, que la belleza está dentro, y ojalá hubiese sido verdad, ojalá hubiese sido una mujer hermosa de alma pero fea de cuerpo y cara, porque al menos me hubiese bastado eso para dar el paso; pero ella era preciosa, su cara era realmente el espejo de su alma. Ayer, al levantarme para ir a trabajar, todavía me sorprendí al mirarla, dormida todavía, y volver a sentir toda su belleza en mi. No, no encontré en los diez años que vivimos juntos un solo motivo para poderla abandonar. Amaba la lectura, tenía una conversación interesante, era una mujer delicada y hermosa que se transformaba, en cuanto yo hubiese soñado, al acostarse a mi lado en la cama. Confesaré que incluso le propuse cosas que yo jamás habría hecho con la esperanza de que su negativa crease algún conflicto, pero lejos de eso no puso ningún obstáculo a nada e incluso me hizo todavía más feliz. Y aun así nunca fui capaz de amarla, nunca, ni un solo segundo de nuestra vida en común.
Ayer, ayer estaba yo sentado en medio del parque, aunque nunca he sido muy bueno para las medidas y puede que estuviese en alguna de sus esquinas. Me levanté pensando todavía en algo que soy incapaz de recordar. Me dirigí al semáforo que da paso a la travesía que lleva hasta mi casa. Soy incapaz de recordar si el semáforo estaba en verde o en rojo, lo único que recuerdo es un rostro sobre mí gritando que llamasen a una ambulancia. Luego un silencio dulce, pese a que todavía veía moverse su boca en su desencajado rostro, pero el silencio lo envolvía todo. Después al silencio se unió la oscuridad. Perdí la vida. Pero como ya he dicho su precio era mínimo, incluso estaba dispuesto a regalarla si alguien me lo hubiese pedido. No creo que haya ido a peor, no si por fin soy capaz de olvidar cualquiera de los “ayeres” de los últimos años.

lunes, 9 de mayo de 2011

Un momento de paz

He aquí que en un momento de paz, en un instante en que todo me resultó tranquilamente perfecto, me asaltó la duda de si no estaba ya todo hecho, de si no debía abandonar, cruzar la línea que divide donde habito de aquel lugar donde reposaré algún día.

 Tal vez fue el miedo a que todo pudiese volver a ir mal, o a que no se mantuviese este momento de paz por mucho más tiempo. Lo cierto es que por un instante sentí la necesidad del suicidio, y me asombré.

No fue miedo, fue asombro, asombro ante la muerte como salida para que todo siga en su sitio, para que nada de lo que ahora es perfecto pudiera perder su valor ni su lugar en los últimos momentos.

 De todos modos daré gracias porque sólo fue eso, un momento, un momento que pasó enseguida y no dejó más que un escalofrío en algún lugar de mi cuerpo.

sábado, 7 de mayo de 2011

Esta mañana


Esta mañana al levantarme encontré la risa. Estaba en mitad del pasillo, a la vista, y la guardé. ¿Quién sabe? Igual luego, cuando el día comience a ser pesado, encuentre un motivo para usarla.
Esta mañana, con la risa guardada en mi bolsillo, me dio por escuchar las noticias, y entre muertos de hambre y de plomo, encontré el llanto. No me vino de golpe el mar a los ojos y decidí también guardarlo. No me preocupé en pensar si el día me daría una excusa para usarlo. Pero por si acaso no lo guardé en el mismo lugar que la risa. El llanto y la risa juntos sólo son para las grandes ocasiones, y hoy era un día de un futuro pequeño y vergonzoso.
Ya con el día en marcha, el sol a pleno rendimiento, y camino del trabajo, me encontré la pena tirada en una esquina. La miré a los ojos, aunque apenas de soslayo, ya se sabe que la pena necesita pocas excusas para colarse sin ser invitada. Aun así me agache, la cogí, y la guardé con cuidado. El día amenazaba lluvia, y un día de lluvia, al atardecer, mientras se mira como el sol recoge sus últimos rayos antes de irse a dormir, y las gotas de agua caen sobre nuestra cabeza descubierta, no está mal un poco de pena en el alma, en la mirada, en el corazón. Aunque sólo un poco, la justa para no creerse a pies juntillas el mito de la felicidad.
En el trabajo encontré un poco de todo, como cada día. Lo normal, un poco de envidia, aunque hay días en que parece que el mercado esté saturado; otro poco de comprensión, y esta si que la guardé en un lugar especial, por si llegan tiempos en que la locura encuentra demasiado campo en mi corazón; y una cuantas cosas más que, para alguien que casi tiene el síndrome de Diógenes de los sentimientos, nunca está de más el almacenar.
Finalmente llegó la noche y regresé a casa. Entré, y como cada día, vacié mis bolsillos. Las llaves de casa, la pena, casi todo el llanto, el móvil, la cartera, y la mayor parte de la envidia. No ha sido un mal día. Gasté casi toda la risa, no me queda nada de comprensión, y mis manos están limpias. No siempre es así, hay días en que llego con la risa sin gastar y nada de llanto; pero hoy no, hoy ha sido un buen día.

viernes, 6 de mayo de 2011

Temblar

Temblar es cosa de niños, dicen. Pararse a mirar las flores, o los reflejos del día. Poder perderse en las tardes que van naciendo en abril y no pedir cuentas al tiempo. Sonreír ante los otros y no esperar nada a cambio. Cosa de niños la risa, y la sorpresa constante. La alegría en la mañana, y en la tarde, y en la vida.
Llorar es cosa de niños, eso dicen. Verter vida a borbotones, dejar que fluya la rabia en saladas gotas rubias. Entregarse a la locura del llanto sin compromisos, sin ataduras, sin dueño. No dejar que crezca el ansia, ni se acumule la bilis, derramarla en manantiales, desbocada, sin jinetes.
Amar es cosa de hombres, yo lo dudo. Yo te quiero como un niño, y te miro en el asombro, y te agigantas y vuelas, y te enredas en las flores, en las faldas de las nubes. Y escucho como tu boca dibuja en el aire besos, como sin darle importancia, como si tú no quisieras. Y veo el llanto en tus ojos, y más allá de tus ojos, y me guardo algunas lágrimas para mirar tu reflejo. Y como un niño tiemblo cuando descubro tu brisa, cuando me roza tu ausencia y descubro que no estás. Y lloro, si, como un niño, como un huracán de niños.
Y en tiemblos, lloros, y nada, se me va comiendo el tiempo. Y se me enreda en las piernas, en mis brazos, mi garganta, que seca y muda se esfuerza en, como siempre, callada mirar la vida.

Y ahora escucha esto...

jueves, 5 de mayo de 2011

La pequeña torpe

No tenía nada más que un lápiz. Un pequeño y nervioso lápiz que se movía en su mano como un pez recién sacado del agua. Abrió sus diminutos ojos y lo miró de nuevo. Le dio varias vueltas. Estuvo a punto de caerse, rodando en su palma carnosa y torpe. Al cabo de un rato resolvió que sería incapaz de encontrar el punto en el que se accionaba el mecanismo para que manaran las palabras. Pensó que probablemente, y teniendo en cuenta que estamos en la era de la informática y la mecanización, el lápiz fuera automático. A lo mejor bastaba con apoyarlo contra la hoja para que las palabras saliesen una tras otra como por arte de magia. Bajo la mano, empuñando con miedo el lápiz. Sus dedos temblaban, sus ojos fijos en aquella punta negra y afilada. Volvió a subirla con rapidez antes de apoyar la punta en la hoja. Repitió varias veces la misma acción, cada vez los temblores eran más fuertes. Tuvo que coger otra hoja, unas pequeñas gotas de sudor caídas de su frente habían manchado la anterior. Finalmente tiró el lápiz y se levantó. Se acercó a su padre y fue a decirle algo. En el último momento se calló y volvió a la mesa. Su padre la miró de reojo y sonrió. Respiró con fuerza y repitió todos y cada uno de los pasos. El lápiz voló a su mano, sus ojos se clavaron en la hoja, su mano descendió con firmeza hasta unos dos centímetros de la hoja, respiró por última vez y apoyó el lápiz. Nada, o al menos eso pensó en los primeros momentos. De repente y con trazo poco firme apareció "papa". A los pocos segundos, entre dos garabatos y un dibujo con la cabeza cuadrada, podía leerse  "mi papa es guapo". Durante más de media hora no cambió nada, su padre seguía sentado en el sofá, leyendo un libro que ya le duraba más de un mes, ella sentada a la mesa con su lápiz mágico y llenando ya la tercera hoja de algo que estaba a camino entre los jeroglíficos egipcios y las obras del último premio planeta. "Mi papa es guapo", "mi mama me lee poesías", "la gata está en el sofá", y unas cinco frases más escritas por las esquinas, ignorantes de la distribución espacial ni las normas de ortografía.
Aquel lápiz no duró más de tres días, en parte debido a lo mucho que escribió, en parte a la manía de los niños de sacarles punta cada dos palabras. Pero a aquel lápiz le siguieron unos cuantos más. Del día en que comprendió que las palabras no salían del lápiz puedo decir poco. Transcribiré una de las conversaciones tenidas recientemente:
- ¿ Recuerdas aquellas primeras palabras y tu asombro por el poder mágico del lápiz?
- No solamente lo recuerdo, sino que te confesaré en petit comité, que ayer, después de veinte años y más de trescientos relatos escritos, todavía le di una última vuelta al lápiz buscando el mecanismo.
- Bromas aparte, ¿ te acuerdas o no?.
- Como tú dices, bromas aparte, todavía sigo sin comprender como después de la primera palabra van surgiendo las demás de no sé bien donde. Dicen lo que ellas quieren, ellas me obligan a mover o a parar, ellas dicen cuando ya no queda nada más que decir. Por lo demás yo me siento y espero a que llegue el fin.
La miré de reojo, como aquella tarde hace muchos años, y sonreí. Pensé que quizás otro día hablaríamos de como las palabras se parecen a la vida.

Sueño

Sueño