"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

viernes, 31 de diciembre de 2010

Cuento de fin de año

Le gustaba escuchar el sonido de las hojas cuando el viento pasaba entre ellas. Su perro corría y saltaba alegre a su alrededor. Se adentró en el barranco. Éste ejercía una extraña atracción que nunca supo explicarse. Si ella hubiese podido, si ella hubiese sido capaz de ver; pero hay cosas que no deben suceder. Continuó barranco adentro, hasta llegar a la roca donde se sentaba a menudo. No lo vio, nunca lo había visto pero él siempre había estado allí. Sentado, con la cabeza agachada y su armadura oxidada por el paso del tiempo. Era probablemente el único guerrero que había perdido todas y cada una de las batallas en las que había participado. Su cuerpo estaba cubierto de heridas ya cicatrizadas. La vio llegar, sabía que se sentaría en aquella roca, y esperó. Cuando la tuvo a su lado,  acercó su mano al rostro de ella y la rozó. Sólo una vez había notado el escalofrío de ella, y aquella vez pensó que sería posible, que ella podría adivinar que él estaba allí, que lo vería y podría abrazarla; pero fue sólo una ráfaga de viento frío lo que la hizo estremecerse. Él volvió a apartar la mano de la cara de ella y la colocó sobre la empuñadura de su espada. Ambos se quedaron allí, sentados, con la mirada perdida en el fondo del barranco. Él, pensando en los muchos años que hacía que no participaba en ninguna batalla, ella, soñando con encontrar un caballero, aunque fuese el más débil y cobarde de los caballeros. Bastaría con que fuese vestido de armadura, y llegase ahora por el fondo del barranco, y se sentase a su lado, y una de sus manos acariciase su cara. Ella lo miraría, le contaría sin hablarle las veces que había ido a sentarse en aquella roca, a esperarle. Él le contaría sus batallas, aquella en que una espada roja le abrió el pecho y creyó morir, y en la que sólo gracias a la atención que recibió de una dama que lo encontró agonizando a la orilla de un río pudo volver a la vida. O aquella otra en que en lo alto del monte Nam estuvo cuatro días luchando sin descanso contra el monarca de las sombras. Aquella batalla también fue perdida. Sólo conserva de ella una hermosa cicatriz en el brazo derecho. O la última batalla que llevaba librando desde hacía más de un año.
Ella esperó, esperó todavía un largo rato. Vio como su sombra iba cambiando de sitio ante ella, incluso creyó apreciar otra sombra a su lado y giró su cabeza. Nada. Seguramente algún extraño juego de las sombras de los árboles del fondo. Él lloró. Se levantó y blandió su espada. Arremetió contra todo lo que tenía ante él. Contra las rocas, contra los árboles, contra un ejercito imaginario de demonios. Ella sintió que se levantaba un viento más fuerte y gélido, y tembló. Ël cayó agotado en el suelo, derrotado. La espada quedó a unos pasos, brillando bajo el sol, manchada de sangre.
Su perro volvió del fondo del barranco, se sentó ante ella, justo al lado de él. Ella vio como lamía algo. Le extrañó que su lengua se moviese en el aire. Él notó la lengua del animal recorrerle las heridas y sintió un agradable alivio. Ella lo llamó a su lado y se levantó. Volvió sobre sus pasos hacia el principio del barranco. Él, por entre unos párpados vidriados por la sangre, la vio marchar. Se levantó no sin dificultad y cogió la espada. Se sentó de nuevo sobre la roca. Esperó, un día y otro día. La batalla sería larga, muy larga. Clavó la espada entre sus piernas y apoyó en ella las manos. Miró al principio del barranco. Entre el sol de un atardecer cálido vio como ella se marchaba y le pareció aquella dama que curó sus heridas hace ya muchos años.

jueves, 30 de diciembre de 2010

El viaje

Dicen, y puede que sea cierto, que aquel fue el viaje más largo que jamás realizó lágrima alguna. Apenas la distancia que va del lagrimal a la caída al vacío desde un pómulo rosado y tembloroso, tan sólo unos segundos, puede que no más de quince o veinte, pero duró toda una vida, incluso hubo quien se atrevió a decir que más de una vida. Nació como nacen la mayoría de las cosas, animadas por una palabra, por una única palabra. Todavía recordaba como sintió su presencia encadenada a las últimas sílabas. No fue el tono, siquiera la potencia con que fue pronunciada, porque un “adiós” siempre tiene el mismo tono amargo y la misma manera de repetirse en un eco sin fin. Y el cielo se llenó de agua, y el horizonte, y todos y cada uno de los objetos que poblaban en aquel momento su soledad. Y sintió como un puñal de seda rasgaba sus parpados. Y fue agua el cuerpo que se desvanecía en el camino, y la sombra que siguió a aquel cuerpo.
Quince o veinte segundos, no más, y bastó para que el más triste de los mares lo envolviese todo. Un mar yerto, sin peces, sin algas, sin olas que rompiesen contra un acantilado, aunque fuese el más frío de los acantilados, sin playa donde poder soñar con una marea baja.
Y la sintió deslizarse hasta el final de su pómulo, y hubiese querido que no llegase nunca, que conservase siempre el roce de aquel adiós sobre su piel, que no iniciase una caída hacia el vacío como el más fiero de los torrentes. Y la sintió desprenderse, arrastrando tras ella un huracán de caricias, de besos, de promesas, hasta que se notó vacía, y sopló sobre su pelo el más tórrido de los vientos del desierto.
Dicen, y puede que sea cierto, que aquel fue el viaje más triste de una lágrima, el último viaje.




miércoles, 29 de diciembre de 2010

Sara


Abrió la puerta de casa, serían las siete de la tarde aproximadamente. Allí estaba ella, como cada día desde hacía más de cuatro años. No se dijeron palabra. Él avanzó por el pasillo hasta llegar a la cocina, ella lo siguió en silencio. Por la ventana entraban unos tímidos rayos de sol que daban una luminosidad a la mesa que contrastaba con la oscuridad reinante en el resto de la cocina. Cogió la cafetera, la preparó y la puso en el fuego. Mientras él iba acercando una taza, una cucharilla, el azúcar,… ella lo miraba sentada en una de las sillas. La cafetera comenzó a sonar. La cogió y dejó que el café cayese sobre la taza hasta llenarla. Se llenó todo de un agradable olor. Se sentó, la miró a la cara y pensó en el día en que le buscó nombre. Llevaba conviviendo con ella más de siete meses cuando, un buen día, decidió que lo mejor sería que tuviese un nombre. Por aquellos días todo era un juego con ella. Su compañía era agradable, cálidamente agradable. Incluso había días en que volvía antes del trabajo para estar con ella. Ella siempre fue igual de callada. Ahora, después de cuatro años, no recordaba él ni un solo día en que hubiese dicho una palabra. Aquel día estaba en el comedor, leyendo un libro y notó su presencia, como tantas otras veces, y le dijo “no está bien que llevando tanto tiempo juntos no tengas todavía un nombre”. Pensó durante largo rato. Nombres griegos, nombres romanos, exóticos nombres de otros países y otras culturas, finalmente se decidió por “Sara”. Si, Sara era un nombre sonoro y adecuado, ya que era corto, y él pensaba que ella ya no estaría mucho más tiempo en casa, que ya estaban llegando los días del adiós. Que equivocado estaba. Han pasado ya cuatro años, y en estos cuatro años ella no ha faltado ni un solo día a la cita. Igual ha dado que fuese fiesta, que él llegase mucho más tarde del trabajo, incluso hubo días que se quedó voluntariamente hasta muy tarde en el trabajo con la esperanza de que al volver a casa ella no estuviera, en vano. Ella no ha faltado ni un solo día a la cita, siempre callada, siempre en silencio, con una presencia que apenas se hace notar pero está en cada rincón de la casa.
Apenas le quedan dos sorbos para terminar su taza de café, y fija su vista en los rayos de sol que entran por la ventana. Al principio, cuando apenas se conocían, los días de sol, tardaba en llegar. Él volvía a casa, abría todas las ventanas, ponía una agradable música en el tocadiscos y reía. Eran aquellos días en que él pensaba que era algo pasajero e intermitente, una situación que no duraría mucho. Luego vinieron los días de la lucha, una lucha incansable para que ella se fuese o, al menos, para que no estuviese cada día cuando él llegaba a casa. No sólo no consiguió que ella se marchase, sino que comenzó a acompañarle fuera. Primero era sólo en la ida al trabajo y en la vuelta, luego en los paseos del fin de semana, finalmente se instaló en cada minuto, en cada segundo de su vida. Ahora él se despierta y ella ya está allí, a los pies de la cama. Le acompaña a asearse, a desayunar, se viste junto a él. Salen juntos y toman el autobús para ir al trabajo, y se pone a su lado, mirando como él teclea en el ordenador. Allí permanece durante toda la jornada, hasta que es hora de volver a coger el autobús, de volver a casa, de tomar una taza de café y de acostarse juntos.

Y ahora escucha esto...

martes, 28 de diciembre de 2010

Retrato (ejercicio)

A menudo las clases nocturnas me son aburridas. En este curso me apunté, esperando poder huir de un fracaso en una tormentosa relación, “Taller de escritura”, y me apeteció probar. A mí nunca se me dio mal del todo la escritura, pero me faltó ese punto de fluidez y genio. No hablo del gran genio, sólo del preciso para que lo escrito sorprenda un poco.
Aquella noche el profesor entró acompañado de quien luego nos presentó como Ana. El ejercicio de aquel día consistiría en algo tan sencillo, o no, como describirla. Sin mucha ilusión, me cansan las descripciones, me puse a ello.
Sus ojos, escribí, son de color azul, de un azul claro e intenso que no puede dejar de recordarnos a esos cielos claros y limpios de principios del verano, esos cielos en los que (más o menos en este punto fue cuando noté aquel pequeño nudo en el estómago y una leve sensación de náusea) a fuerza de limpieza uno echa en falta alguna que otra nube, o un pájaro cruzándolo sin destino. En esos cielos uno reconoce la muerte, o para no ser trágico la falta de vida. Sus labios están perfectamente perfilados en un suave tono rosa. Ni un milímetro queda sin cubrir por esa línea que los encierra en una cárcel de deseo. ¡Cuánto echarán de menos la libertad del beso que devora ansias y la pintura de labios! Hoy –anoto al margen- nadie debió de besarla ya que siguen intactos. Me alejo de su rostro que ya casi nada me dice, en todo caso me habla de arquitectura, de líneas y mármol, pero apenas de carne. Me centro en su figura, en aquello que deberían decirme las formas, las curvas, y no me dicen. No hay ni un solo saliente que no responda a lo que se espera de ellos. Unos pechos redondos trazados con el compás de la moda, unas caderas que apenas servirían de petit déjeuner a Rubens, o unas piernas largas y torneadas donde músculos y huesos han dado paso a diseño y frialdad. En conjunto diría que no es una mujer, que no despierta en mí ni deseo ni pena, ni cariño ni odio, diría que mirándola de arriba a abajo, y de este a oeste, no vale la pena perder el tiempo de la mirada.
Sin embargo, aunque no sea el ejercicio de hoy, a su izquierda, justo a cuatro pasos más o menos, hace cinco días que una araña se esfuerza en tejer su tela en el rincón de la clase, y es una lástima no escribir nada sobre ella. Sobre todo porque mañana toca limpieza y nos dejará.

lunes, 27 de diciembre de 2010

Fragmentos: Volví


Anoche volví del país en donde llueven sombras. He de reconocer que no fue un buen viaje, ni los compañeros de viaje fueron los mejores. Allí dejé alguna de las pieles que guardaba para tiempos peores, aunque puede que éstos hayan sido tiempos peores. Allí, cuando deja de llover, se instaura el tiempo del llanto, y las lágrimas de los miles de pobladores caen sin descanso formando pequeños riachuelos que convergen con otros riachuelos hasta formar un ancho río, que junto con otros van a dar a uno de los mares más grandes que existen. Allí lo llaman el mar de los deseos, aquel que forman los cientos de lágrimas derramadas por no poder cumplirlos. No existe la noche, porque difícilmente puede existir donde no hay día; pero se da una tenue claridad que lo convierte todo en sombras, a las que son y a las que no. Y allí, sólo allí, es uno de los pocos sitios donde no se da la muerte, y es fácil adivinar el porqué: porque allí no se da la vida.

Y ahora escucha esto...

domingo, 26 de diciembre de 2010

Morirse un poco

Cada tanto tiempo, no importa cuanto, pueden ser meses, o años, o toda una vida, uno necesita morirse un poco. No gran cosa, sin grandes fastos, ni bandas de música, sin cortejo de plañideras, apenas morirse un poco, lo justo.
En ocasiones bastará algo físico. Puede que un nuevo corte de pelo, o dejarse crecer la barba. Siempre pueden cometerse excesos como liposucciones y otros largos nombres que me es difícil escribir, pero para una muerte pequeña, una que apenas trae una navaja sin casi filo escondida en su bolsillo, en lugar de la afilada y temible guadaña, bastará algo más simple.
Otras veces, normalmente cuando la muerte se tomó su tiempo, demasiado tiempo, para hacernos su siguiente visita, podríamos pensar en años, unos cuatro o cinco, puede que los cambios tengan que ser un poco más drásticos. Quizás un cambio de empleo. No es preciso cambiar de ocupación, bastará con cambiar el lugar físico. Los cambios de película, aquellos de ejecutivo que deja el trabajo y se pone a tocar el saxo en el metro de New York se nos antojan excesivos. Ni aprendimos nunca a tocar el saxo, ni la muerte, por mucho que se haya demorado su venida, es tan cruel como para condenar a cientos, puede que a miles de viajeros a nuestra desafinada virtuosidad con el saxo.
            Luego están aquellas ocasiones en que la muerte se parece tanto a la definitiva, a la que vendrá con pocas ganas de broma y sin la posibilidad de un último quiebro, que de nada sirve cambiar de rostro, ni dejar un trabajo que, por otra parte, siempre estuvimos pensando en dejar. Entonces son necesarios otros cambios, no siempre deseados. Entonces hay que dejar de lado a unos cuantos amigos. Y si esto no fuese suficiente, si aun así nuestro cuerpo, y nuestra alma, todavía no sienten en su carne y en su aliento la amargura infinita de la muerte, entonces puede darse el caso de tener que dejar a la mujer o al hombre amado.
            Hoy no, hoy apenas hace unos meses que la muerte llamó a mi puerta. Hoy es un día de cambios sin importancia. Me dejaré crecer el pelo, aunque eso me llevará su tiempo. Me recortaré la barba hasta dejarla convertida en una perilla rodeando mi boca. Y me sentaré a charlar con la muerte. ¿Quién sabe? La última vez la convencí para que no demorara mucho su visita, puede que esta vez también lo consiga, porque ya soy demasiado viejo como para cambiar de trabajo, demasiado sensible como para perder los pocos amigos que me quedan, y demasiado torpe como para que ella ya no esté a mi lado.

sábado, 25 de diciembre de 2010

La herida...

La herida insoportable no recesa
no siempre advertiremos cada pieza,
pero se van juntando cicatrices,
ya lo ves.

(Amaury Pérez)


Mañana tengo que colocar más piedras debajo de la pared norte. Piensa mientras termina de tomar el café que todavía da calor a sus manos. El cobertizo trasero ya es casi irrecuperable, y da un nuevo sorbo, uno largo y lento que recorre toda su garganta dejando un sabor entre agradable y amargo. Mira por la ventana, se ven estrellas más allá de donde su vista alcanza, estrellas viejas, demasiado viejas, estrellas que son de hace cientos de miles de años, como algunas de las piedras que ya no podrá volver a recolocar. Algo se ha perdido, algo ya nunca será igual. En los peores tiempo pensó en abandonar la casa, en irse lejos, donde pudiese comenzar de nuevo; pero siempre ha sido más fácil, o por lo menos más inmediato, ir haciendo apaños, remiendos, intentos de conservar el todo lo más parecido posible a los comienzas. No le importa que se note el paso de los años, siquiera que ese paso no haya sido todo lo benévolo que cabría esperar, o al menos que las expectativas parecían apuntar, pero cada vez las fuerzas son menos, los deseos son menos, él es menos, mucho menos de lo que nunca fue. Da un nuevo sorbo de café y lleva el cigarro a su boca, la escalera está casi perdida. Hoy subió al piso superior, no sabe si podrá volver a hacerlo. Los escalones crujen con un quejido que le quita todo deseo de volver a subir. Algunos ya ni existen, incluso el pasamano tiembla cada vez que apoya sus manos en él. No, no creo que me sea posible subir muchas más veces, ni tiene arreglo, ella no quiere, no se deja, y me canso cada vez más de luchar. Toma la taza de café en sus manos, deja el cigarro en su boca, y sale al porche. Desde allí se ven varias casas desperdigadas, se ven sus luces, se advierten sus siluetas. Algunas son nuevas, demasiado nuevas, otras ya comienzan a tener ese agradable aspecto que da el paso del tiempo, apenas unos años, en las fachadas. No hace mucho, pasó varias veces por su cabeza la posibilidad de cambiar de casa, comprar una de esas en que los apaños necesarios no son diarios, en las que basta algún que otro pequeño arreglo cada año para sentirse cómodo en ellas. Pero dudó, pensó que puede que la casa no fuese igual de condescendiente con él, puede que la casa al tiempo fuese la que comenzase a notar su vejez, y ella no dulcificaría sus esquinas, ni hará que sus escalones fuesen más mullidos ante sus pasos, ni… No, sigue en su vieja casa, en la que es capaz de adivinar de donde procede cada ruido, cada quejido, en la que sabe que cada día tiene que remendar algún que otro pequeño desperfecto. Hoy una gotera que lleva ya diez días dejando escapar una monótona gota, mañana algún que otro azulejo de la cocina que se deja caer con desgana hasta rebotar hecho pedazos contra el suelo, cualquier otro día una tubería que no deja de hacer ruido atragantada por algo de aire que se le coló por cualquiera de las innumerables grietas que surcan las paredes. Se levanta, entra y cierra la puerta tras de si, la puerta gime, con un gemido largo hasta que se cierra totalmente sin acabar de acoplar con el marco. Sus pasos suenan en algún que otro ladrillo medio suelto hasta que llega al cuarto que ha preparado para dormir en la planta baja. No, no creo que pueda subir muchas más veces al piso superior. Se quita la ropa, se acuesta en la cama y la mira a los ojos. Mañana colocaré las piedras en la pared norte, siente su respiración y le tapa la espalda, después tendré que preparar leña, últimamente está más fría que de costumbre.

Y ahora escucha esto...

viernes, 24 de diciembre de 2010

Aquella mañana...

Aquella mañana despertó y no recordaba quién era. Salió de su nido, caminó un poco sobre la rama y, al llegar al final de esta, abrió sus alas y las movió como si se desperezara. De pronto alzó el vuelo, y voló, voló, siguió volando hasta que tan sólo fue un punto en lo más lejano del cielo. Se sentía libre, majestuosa, y desde allí arriba vio a un  halcón en persecución de una presa. Se dejó caer de pronto y en apenas unos segundos adelantó al halcón y siguió volando hasta adelantar a la presa de este. Luego vio un águila que volaba en círculos y alzó el vuelo hasta estar sobre ella, muy sobre ella, y desde allí pudo descubrir la presa que el águila hacía tiempo que estaba buscando y no encontraba.
Luego siguió su vuelo, durante más de una hora hizo todo tipo de cabriolas, de aceleraciones y paradas que serían incomprensibles para la mayoría de las aves, hasta que se  posó sobre lo alto de una roca, en la cima de una montaña. Allí extendió sus alas y se llenó todo el valle de un precioso arco iris. Su plumaje era espléndido, lo más hermoso que se había visto nunca en aquellas tierras. Entonces vio al pie de la montaña a un grupo de aves y bajó en un rápido vuelo hasta ellas. Una vez a su lado, allí estaba el halcón, y el águila, y unas cuantas más de las más bellas y rápidas, les preguntó intrigada:
-         ¿qué ave soy yo?
Las otras se miraron con un gesto de complicidad y una de ellas le contestó:
-         Eres un pájaro bobo.
Ella se sintió triste, muy triste. Se sintió de repente el ave más torpe y fea del universo. Y dedicó el resto del día a caminar, sin ser capaz de intentar ni una sola vez alzar el vuelo, ni abrir sus alas, ni…. Hasta que rendida por la llegada de la noche fue de nuevo hasta el árbol donde estaba su nido. Y en un torpe vuelo llegó hasta él y se acomodó.
A la mañana siguiente volvió a despertar sin recordar quién era. Y de nuevo repitió todo lo del día anterior. De nuevo fue el ave más rápida, la que más alto voló, la que descubrió las presas que nadie veía y la que tenía el plumaje más hermoso de todos. Y de nuevo volvió a preguntar a un grupo de aves quien era, y de nuevo volvió a sentirse el ave más torpe, más fea, más infeliz del universo, y de nuevo pasó el día caminando hasta que cayó rendida en su nido.
Y así se repitió la historia un día tras otro, siendo apenas unos instantes el ave más…. Y el resto del día caminando rodeada de tristeza e incapaz de volar.
Una mañana ya no despertó, o al menos no despertó en el nido. Sintió como si flotase, y subió hasta el lugar donde van las aves cuando mueren. Al llegar allí se dirigió a la puerta donde podía leerse “pájaros bobos”, intentó abrirla, puso todo su empeño en hacerlo, porque pensó que allí estaría rodeada de aves igual a ella y podría al fin sentirse feliz entre iguales; pero por más que lo intentó fue incapaz. Cansada de esforzarse pensó que igual se habían equivocado el resto de aves y sería de otra especie. Y comenzó a probar puerta tras puerta con el mismo resultado en todas “imposibles de abrir”. Incluso cuando desesperada probó en las puertas donde ponía “halcones” o “águilas”, tuvo que desistir porque fue imposible. Cansada alzó la vista y allá, a lo lejos, donde la vista del resto de aves no alcanzaba, descubrió una puerta. Sin mucho convencimiento porque ¿cómo iva a poder un pájaro bobo volar tan alto? Abrió sus alas, a la vez que un hermoso arco iris lo llenaba todo, y remontó vuelo. Casi sin esfuerzo llegó a aquella puerta. No había letrero alguno, tan sólo un ave ya muy vieja sentada a la puerta. Una vez ante ella le preguntó:
-         ¿es este el lugar donde debo de estar yo?
-         sólo tienes que probar a abrir la puerta –le contestó aquella ave vieja-, y si es este el lugar la puerta se abrirá.
Con miedo acercó una de sus alas a la puerta y la empujo sin mucha fuerza ni convencimiento, pero la puerta se abrió fácilmente, como si el solo gesto de acercar el ala fuese suficiente. Desde allí se veía lo más parecido a un paraíso y unas cuantas aves, pocas, andando con el gesto cabizbajo y la mirada triste.
-         ¿qué lugar es este? –le pregunto al ave de la puerta.
-         Este es el lugar reservado para aquellas aves que serían capaces de hacer las cosas más increíbles, el vuelo más alto, el más rápido, aquellas que tienen los plumajes más hermosos y la mirada más aguda, sólo esas aves pueden llegar hasta aquí.
-         y si es así ¿por qué se las ve tan abatidas? –volvió a preguntar.
-         Porque aquí como premio se vuelve a repetir todo aquello que se hizo en vida –contesto casi sin mirarla el ave guardiana de la puerta.
Y así fue, entró, hizo el vuelo más alto que nunca se había visto, el más rápido que nadie recordara, la caída en picado más majestuosa, abrió las alas y no sólo aquel lugar, sino todos los que ocupaban el resto de las aves, se llenó del más increíble arco iris que nunca se había visto. Y de repente todo cesó, se acercó a las otras aves y pasó el resto de su eternidad caminando y llegando derrotada a un nido pensando que era un pájaro bobo.

jueves, 23 de diciembre de 2010

La trinchera

Miró al infinito, al infinito norte, y al infinito sur, a diestra y siniestra, nada. Metido en aquella trinchera que ya hacía años que terminó de cavar. Y años hacía que enemigo alguno no pasaba por aquellas tierras. Sólo recordaba, en los primeros tiempos, a un compañero de fatigas, el miedo, y luego nada, nunca nada, jamás pasó un enemigo, y jamás pasó un amigo. Seguramente, pensó, debe de ser la mejor trinchera del mundo, las más inexpugnables, la que será invencible por terrible que sea el enemigo. Y miró sus manos, unas manos endurecidas por la tierra y la pala, unas manos torpes para el abrazo y puede que torpes ya para la lucha.
Primavera, y en la tierra de la trinchera no crecieron ni malas yerbas. Él sabía que no crecerían, durante años se afanó en construirla con la más yerma de las tierras. Verano, y el sol no logró ni un solo día que uno de sus rayos tocase la tierra de aquella trinchera, tal era su construcción, la forma de cada uno de sus ángulos, de sus recodos, que le era imposible al sol, como se lo sería al viento en otoño, pasar por ella. Invierno, y un frío terrible, un frío que duraba desde la primera de las primaveras, hacia guardia día y noche. Era el mejor de los vigías, en cada momento le llevaba el informe a lo más hondo de sus huesos, colándose hasta su corazón. “Nadie a la vista, todo en calma, la trinchera sigue siendo inexpugnable” le susurraba al oído, como el más fiel de los soldados, sin dejar de recorrer incansablemente aquel interminable laberinto de tierra y soledad.
Una mañana despertó sobresaltado, no hacía frío. Miró y se vio en mitad del campo, a más de cien pasos de la trinchera, desnudo, sin armas. Se levantó, comenzó a caminar hacia la trinchera y entonces lo vio brillar. Justo en el centro, si es que aquella trinchera infinita podía tener un centro, vio brillar el cañón de un arma. Se detuvo, vaciló, era imposible, allí no podía haber nadie, nadie. Entonces oyó el ruido de un disparo, no vio acercarse hacia él bala alguna, pero de pronto sintió un golpe seco y frío en mitad del pecho, de un frío inexplicable, como si todo el frío de aquella trinchera se hubiese juntado en un único y primer y último disparo. Apenas llegó a oír, como si una voz que llegaba desde aquella tierra yerma diese un informe sin inflexiones, “enemigo caído, nadie a la vista, todo en calma, la trinchera sigue siendo inexpugnable”.


 Y ahora eschucha...

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Autobiografía

Miro por la ventanilla del tren, es como una interminable sucesión de fotografías. Apenas tengo tiempo de distinguir los colores, las formas, miro más allá del último color, más allá de la última forma visible. Al pasar por un campo de trigo, uno de ésos que ocupan cientos y cientos de metros a lo largo de la vía, me da la sensación de que estamos parados, de que una única foto ha sido puesta en la ventanilla del tren y se repetirá hasta la eternidad. Esa misma sensación es la que se produce en mi vida desde hace tiempo, se repite sin descanso el mismo año, el mismo día, el mismo segundo, un segundo que nunca es igual pero que nunca termina de cerrarse para pasar al siguiente. Es como si el tren de mi vida estuviese sobre una vía circular rodeada de un campo de trigo infinito. Ante la ventanilla nunca pasa un árbol, ni un campo de viñas, ni discurre nunca un río cristalino, una y otra vez un panorama tristemente dorado que a lo sumo se mece ante un viento que nunca da en mi cara tras el cristal cerrado.

martes, 21 de diciembre de 2010

Escribo como el condenado...

Escribo como el condenado a trabajos forzados. Cada palabra, cada letra, es un golpe en la roca que no conseguirá nada más allá que debilitar mis ánimos. Escribo porque me obligo después de un tiempo que llega a parecerme siglos, un tiempo de abandono en el que me reconforto sabiendo que casi nada de lo que escribo tiene más valor que el precio de la tinta y el papel que gasto. Escribo porque hay voces, voces amigas, que me animan, sin saber que están animando al suicida al borde del más alto de los rascacielos de la mediocridad. Yo me sostengo apenas con mi silencio, con volver a menudo la cabeza y olvidarme de la increíble altura que tiene el fracaso, pero ellos, en su bondad, siguen animándome sin que sus ojos lleguen a divisar el abismo que se abre ante mi frágil capacidad de escritura. Y yo hay veces en que los engaño, atrapo al vuelo, siempre sin llegar a soltar las dos manos de la barandilla metálica que bordea el rascacielos de la mediocridad, un par de palabras, con suerte unas cuantas que casi hacen una centena, y usando las más torpes técnicas de la escritura, aquellas cuya finalidad es tocar el sentimentalismo y la nunca bien apreciada metáfora fácil, y creo un texto. Luego, poniendo mi mejor cara de melancolía lo leo, pero nunca, nunca me olvido de aferrarme con desesperación a la barandilla. Entono como el trovador que sabe que su sueldo, el que tengan a bien darle quienes le escuchan, depende de cada una de las inflexiones de su voz, pero nunca pongo tanto énfasis que incluso yo me olvide que sólo es una interpretación y pueda llegar a soltar las dos manos. A veces, después de una lectura especialmente conseguida (una lectura buena es capaz de hacer parecer literario incluso el peor de los textos) las loas y los aplausos son demasiado vehementes, demasiado parecidos a la realidad, y en esos momentos, no puedo decir que hayan sido más de seis o siete en mi vida, noto como mi mano se afloja, como alguno de mis dedos se separa unos milímetros de la barandilla, y mi cuerpo se inclina, mi boca se reseca, y mi vista cae a plomo por el borde del edificio, en busca de la más oscura de las miserias: la autocomplacencia. Pero uno ya es un perro viejo en el arte de sujetarse. En esos momentos mi otra mano deja caer el folio que sujetaba y que acabo de leer, hace un giro rápido en el aire, y mientras la que se suelta estrecha las manos que se le acercan y saludo al los que está más lejos y no puedo alcanzar, y sin un solo gesto de desesperación vuela por detrás de mi espalda y se engarfia a la barandilla. Y de nuevo estoy allí, solo, sintiendo como el frío del hierro de la baranda sube por mis dedos, por mi brazo, baja por mi pecho y se acomoda en cada milímetro de mi cuerpo hasta que, un espectador no muy avezado sería capaz de confundirme con la barandilla mismo. Y entonces vuelvo al dulce letargo de la sequía. El público se aleja, no se olvida de mí, pero me da un respiro que yo agradezco.
A veces el abismo que hay bajo mi es tan grande que casi desaparece ante mis ojos. En esos días, los peores días, me creo realmente capaz de escribir, de escribir con mayúsculas, de crear un texto que por fin sea capaz de dejar mis dos manos libres, de separarme de esta baranda, de convertir el abismo que se abre debajo de mì en el más amplio de los campos. Imagino que una palabra lleva a otra, otra a una frase, y que un voraz deseo de caminar anima mis manos y no dejan de brotar de ellas signos que ni yo mismo soy capaz de comprender. He de mover las manos con una rapidez de la que no me creía capaz pues el texto aparece en el papel más rápido de lo que yo soy capaz de escribir. Un folio, otro folio, el aire se llena de folios que no necesito retener junto a mi porque vuelan hacia la increíble biblioteca del recuerdo. En su vuelo son leídos por cientos, por millones de personas. Se leen en todas y cada una de las lenguas que existen, en grandes salas, en pequeños porches de chozas perdidas en cualquier pequeño pueblo, en celebraciones históricas y en reuniones de petit comité donde sólo cuatro o cinco personajes, con demasiada cultura para ser más modestos, lo desmenuzan sin encontrar un solo motivo para no calificarlo de "magistral". Y. a veces, en esos momentos se levanta un viento frió, un viento que se cuela por cada uno de los rincones de mi ropa, un viento que llegando desde lo más profundo del abismo sube hasta mis odios y me susurra, puede que él sea el único amigo real que tenga, y me susurra “no te sueltes, no te sueltes nunca”.




A Leo, que sigue animandome a publicar lo que escribo. Como se me suelten las dos manos me vas a tener que curar tu las heridas. Un beso.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Lunes

No sucede a menudo, es cierto, pero se da. Sucede que amanece un día, hoy por ejemplo, que ocupa un lugar dentro del infinito tiempo y al que llamaremos lunes. No es de los mejores. Ocupa normalmente el lugar que va justo detrás de un día de fiesta, salvo que por algún motivo, suele ser religioso, ocupe el centro de lo que se ha dado en llamar puente. No es de por si malo, puede pasar que amanezca claro, limpio, con un radiante sol que haga predecir que será hermoso, siempre y cuando no sea un lunes de agosto, en ese caso el sol se empeñará en fundirlo, en convertirlo en un estrecho pasillo que parezca la antesala del infierno. Pero digamos que es abril, a principios de abril, y que el sol nos anuncia un hermoso y tranquilo día de primavera. Hasta puede ocurrir que nos hayamos levantado pronto y hayamos visto un radiante amanecer, con pájaros, le pondremos pájaros, y con una dulce brisa que hace que todavía llevemos puesto uno de esos jerseys abiertos que tan bien van para estos días. Y nos quedamos como alelados, mirando hacia el horizonte, con la vista clavada en un grupo de árboles que antes no habíamos visto, o al menos no en un lunes de abril que amenaza con ser especial.
Pero de pronto nos acordamos de su nombre, del fastidioso lugar que ocupa en una semana más que será larga, del sentido que tiene de vuelta a un trabajo que apenas nos dará nada. Y como por arte de magia desaparece el sol, los pájaros deciden que no es tan mala época para emigrar más al sur, porque puede que más al sur no hayan lunes, incluso la brisa comienza a tener prisa y acelera su ritmo hasta convertirse en un viento que hace volar las mangas de nuestro jersey. Misteriosamente los árboles, aquel grupo de árboles del fondo, justo esos que nunca antes habíamos visto, vuelven a esconderse, desaparecen, y dudamos de que nunca hayan estado allí. Se diría que hasta nuestro carácter, que comenzaba a ser el propio de una tarde de mayo, cuando tanto nos gusta pasear por las sendas cercanas a nuestra casa, entre las flores, se esconde, precisamente en espera de mayo, y deja que el malhumor vuelva a esparcirse poco a poco por nuestra piel. Y luego el lunes se hace largo, porque no todos los días tienen las mismas horas, eso no es cierto, existen, o al menos eso me contaba mi madre de pequeño, me decía que hay unos duendecillos que son los encargados de las horas de los días, y que ellos, como nosotros, hacen fiesta los sábados y los domingos. Y en esos días nadie vigila el tiempo, por eso este, feliz y con ganas de jugar, corre más veloz que nunca, haciendo que las horas vuelen. Pero estos duendecillos, como nosotros, vuelven el lunes al trabajo, y con pocas ganas, con casi ninguna, y dan giros a la rueda del tiempo lentamente, muy lentamente, de tal modo que el lunes dura treinta horas, y el martes veintiocho, y así hasta llegar al viernes. Y el lunes dura, y dura, y cuando ya parece que va a terminar todavía saca fuerzas para alargar los minutos hasta convertirlo en eternos.
Pero hoy no es un lunes normal, no sucede a menudo, es cierto. Hoy, como a las tres de la tarde, en medio de la ensalada y unas cuantas nueces, he visto que me mirabas. No como me miras a menudo, con mirada de lunes, no. Hoy he visto que me mirabas desde un lugar más lejano, desde un minuto de domingo, o de fiesta popular. He sentido la necesidad de acercar mi mano a tu brazo y sentir el tibio contacto de tu piel, y tu seguías mirándome, como si la mirada estuviese colgada de guirnaldas, y yo no he podido resistir la necesidad de que mis labios buscaran los tuyos, aunque ya sé que eso es más propio de los días de fiesta de agosto, y tu me has devuelto el beso. Y de pronto el lunes ha desaparecido, se ha convertido en banda de música callejera, en niños alrededor de una piñata armando un gran alboroto, en flores a la orilla del camino. Y lo mismo pasó la semana pasada con el jueves, y la anterior con el martes y el viernes.
Supongo que tendré que acostumbrarme a llamar a todos los días domingo mientras estés a mi lado.

Supongo que el tiempo pasa, o eso dicen.

domingo, 19 de diciembre de 2010

La mariposa y el...

Un buen día se encontró con una mariposa. Hermosa, linda, como suelen ser las mariposas. Con sus alas abiertas inundándolo todo de color y formas geométricas. Se acercó a ella, y ella apenas se dignó a lanzarle una mirada de reojo, ocupada como estaba en buscar la postura perfecta donde el sol se reflejase en sus alas y lo llenase todo de un colorido insoportable para unos ojos minúsculos como eran los de él. Durante unos minutos, apenas unos minutos, porque la vanidad da poca tregua, la mariposa fingió no darse cuenta de la presencia de él; pero finalmente le habló.
            - Hola, -le dijo casi sin mirarle- vuelvo de uno de mis fabulosos viajes. He recorrido varias veces el mundo entero, ¿sabes?, y he visto las cosas más maravillosas que puedas imaginar. He subido –continuó hablando mientras no dejaba de mover sus alas al viento y al sol- las montañas más altas que he encontrado a mi paso, y he recorrido la frondosa vegetación que rodea las más profundas fosas. He sentido, -continuó hablando la mariposa- el más dulce calor del sol de mayo tanto en África como en los más exóticos países de Asia. Me he sentado a descansar en las dunas suaves de los más recónditos desiertos, y he hablado con las gentes más extrañas que puedas imaginar. Ahora, por ejemplo, -le dijo justo cuando un rayo de sol atravesó uno de los perfectos círculos de color violeta y rojo que tenía en sus alas, y lo llenó todo de un increíble arco iris que revoloteó hasta perderse en el horizonte- ahora me preparo para recorrer todos los mares y océanos que ser alguno haya descubierto alguna vez. ¿No te parece maravillosa mi vida?, -le preguntó a él, y vio como seguía mirándola ensimismado.
Y para agrandar más sus gestas le dijo.
            - ¿Y tú, tú qué has hecho?
            - Yo –dijo él, y un aliento cálido, que hizo temblar a la mariposa, lo inundó todo- apenas he subido montañas que no medirían, te hablo de las más altas, más de tres centímetros. Y he recorrido también la cálida vegetación, pero ésta rodeaba fosas en las que el peligro no era su profundidad. Y he sentido, también, el calor, aunque nunca vi un sol, pero he sentido el calor en mayo, y en noviembre, y en todos y cada uno de las meses del año, lloviese o nevase, hiciese un sol radiante o fuese todo una única nube sin fin y frío. Y yo – y de nuevo un cálido aliento envolvió a la mariposa haciendo que sus alas fuesen todavía más hermosas y su temblor aumentase- también me he tumbado a descansar en dunas, pero no vi desierto por ningún lado, y también he tenido trato con las gentes, extraños o no. Ahora, justo ahora, me preparo para un corto viaje.
Y el beso calló, y la mariposa dejó de sentir el cálido aliento en sus alas.

sábado, 18 de diciembre de 2010

La aguja

Comencé a preocuparme al tercer día. La primera vez que vi aparecer la aguja no le di importancia, aunque me dolió. Fue sobre las cinco de la tarde, al sentarme en el sillón que hay al fondo del comedor. Sentí un agudo pinchazo en la parte posterior del muslo, me levanté rápido y, al tocar, noté una aguja apenas prendida por la punta a mi pantalón. La dejé sobre la mesa y comencé una lectura.
El segundo encuentro también podría parecer casual. Volvía descalzo del cuarto de baño hacia la cocina cuando noté un dolor más suave en la planta del pie. Esta vez había pisado la cabeza de una aguja. “Otra aguja perdida” pensé, y esta vez la miré con mayor atención. Era normal, salvo un poco de color rojizo cerca de la cabeza, seguramente producto del tiempo y del agua.
Nuestro tercer encuentro es más difícil catalogarlo de casual. Ocurrió al ponerme el jersey rojo que tenía colgado en el armario. Noté un suave roce en el cuello, frío y metálico. Al llevar mi mano toqué algo fino y puntiagudo, y sentí un escalofrío. Antes de mirar pensé “la aguja”, pero no quería creer que fuese la misma. Lo era, con aquella marca cerca de la cabeza. No soy propenso a asustarme, pero he de reconocer que tenía cierta inquietud.
Contar los siguientes encuentros sería alargar una historia de la que nos interesa sólo el final. Han pasado dos años y, en este tiempo, la aguja ha aparecido en los sitios más inesperados: en mi cepillo de dientes, dentro de los libros, junto a mis gafas, incluso una vez brillo dentro del caldo que preparaba para comer. Ahora incluso me encuentro incómodo si algún día no aparece, y la busco. Paso horas revolviendo cajones y armarios, llegando a encontrarme triste si no aparece.
Hace tres días volvió a suceder algo curioso: encontré una mancha de pintura en la pared del pasillo que, en tres días, ha cambiado del pasillo a la cocina y de la cocina al techo del comedor.
La aguja y yo estamos impacientes por ver su siguiente movimiento.

La aguja nace de un juego, una clase con alumnos y algo sobre lo que escribir,

Sueño

Sueño