"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

lunes, 21 de mayo de 2018

¿Por qué llora padre?


La tierra está seca. Arde. El calor se ha dormido sobre ella y no hay nada capaz de crecer. Quemó las semillas del trigo, y las manos de padre. Los callos se le derritieron pegados al mango de la azada. Se le nublaron los ojos de mirar al cielo esperando alguna nube y no ver más que un sol de fuego. El año pasado no fue mejor, pero al menos llovió unos días, los suficientes para no pasar más que al hambre preciso, el mentiroso, el que nos dijo al oído que el año que viene sería mejor. Nos engañó. Como nos han estado engañando cada año las promesas de los políticos, cuando nos dijeron que harían una acequia desde el pantano que está en Pozohondo hasta nuestra comarca. Las promesas de nuestros políticos son como las pocas nubes que pasan estos días por nuestro cielo, yermas. El año pasado los surcos hicieron que la tierra pareciese llena de heridas rectas e interminables. Cientos de surcos en los que apenas brotaron algunas pocas semillas. Surcos que fueron comiéndose poco a poco las carnes de Lucas, el caballo de padre. Murió antes de acabar el bancal que está justo debajo de la higuera. Padre lo escuchaba respirar con dificultad, pero no más de cómo respiraba padre y el perro. De pronto, Lucas, se paró en seco. Le salieron de las narices como dos lenguas de fuego, o eso le pareció a padre, y se desplomo, todo lo largo y flaco que era, justo entre el surco que estaba labrando y el que había labrado antes. Padre lo miro unos minutos. Perro dio dos o tres vueltas a su alrededor, pero sin acercársele mucho. A padre le temblaron los labios, pero apenas nada. Y desató los arreos y nos dijo que nos llevásemos a perro. Enterró a Lucas bajo la higuera. Cogió la azada y acabó da cavar aquel último caballón. Madre le gritaba que lo dejase, que no valía la pena. Pero padre no escuchaba. Golpeaba una y otra vez aquella tierra de mármol que solo le devolvía un sonido metálico que lo llenaba todo. Le sangraron las manos. Dos días las tuvo metidas en agua y sal porque abuela dijo que eso era bueno. Pero este año es diferente. Este año padre no ha empezado siquiera a preparar la tierra. Se levanta y va a sentarse bajo la higuera. Madre lo miraba los primeros días desde la ventana de la cocina. Incluso hablaba con él. Ahora ya no, ahora solo lo mira. Hace una semana vino el dueño de las tierras, aunque no sabemos si en verdad son de él. Se llama Alberto, y nunca hemos sabido que tuviese tierras; pero apareció con un papel que lo autorizaba a decirnos que o pagábamos el alquiler antes de dos semanas o nos tendríamos que ir. Creemos que las tierras son de algún rico de los que viven en la ciudad y no tienen ni idea de lo que es un terrón, o un caballo flaco, o el cuarteo que se ha quedado a vivir en los campos, en las manos de padre, en el corazón de madre; pero eso no se lo podremos explicar nunca porque nunca viene por aquí, manda a Alberto, que tampoco sabe nada de eso pero le sale muy bien el trabajo de perro bien alimentado. Desde hace dos días padre se lleva la escopeta cuando va a sentarse debajo de la higuera, y yo le pregunto a madre, porque al pasar cerca para ir al colegio puedo verlo, y a la vuelta sigue allí, que por qué llora padre cuando está sentado. Madre dice que es porque se acuerda de Lucas, abuela que es porque la tierra se ha muerto, y a los muertos siempre hay que llorarles un poquito. Yo creo que padre llora porque sabe que ya solo le queda la escopeta para poder labrar la tierra con dignidad.

martes, 24 de abril de 2018

Monólogo.



Sigue hablando, hace mucho que habla, casi me parecen siglos, y no entiendo nada de lo que dice. Tampoco le presto mucha atención. A nuestro lado pasa una mujer rubia, la sigo con al mirada, casi me obliga a volver la cara cuando una nueva inflexión en su voz y un gesto más, uno que de nuevo es exagerado para el tema del que me habla, me obliga a mantener la mirada fija en él. Seguro que cuando se produzca otro in pass en el que podré desviar la mirada la mujer ya habrá doblado por la esquina. Me hacía ilusión verla por detrás, sentirla alejarse mientras pensaba que sería mucho más divertido caminar detrás de ella que continuar con esta conversación. No sé porqué llamo conversación a esto, él habla sin cesar, y cada vez que intento entrar yo en la conversación sube el tono, acelera la voz, y de nuevo me quedo fuera. No tengo mayor interés, salvo el de convertir esto en algo dinámico, en algo donde los dos nos repartamos el tiempo de decir estupideces, porque eso es lo que decimos, lo que dice él, de manera más justa. Siquiera estaba pensando en un cincuenta cincuenta, me bastaría un ochenta veinte, incluso estaría dispuesto a aguantar mucho más tiempo este monólogo con un noventa diez; pero ni tan siquiera puedo pensar, me obliga una y otra vez a seguir su discurso. Claro que no me obliga físicamente, ni con llamadas a mi atención del tipo “¿me entiendes?”, simplemente no deja de hablar, y da un énfasis a cada cosa que dice como si fuese realmente algo trascendente, algo que a mí me importara lo más mínimo. Yo ya hace tiempo que sé que se habla a si mismo. Podría hacerlo ante un espejo, no cambiaría nada con respecto a mí, al menos con respecto a como yo me siento; pero necesita saber que se escucha a través de otro. En más de una ocasión he estado tentado de decirle que no me importa en absoluto nada de lo que me dice, nada, siquiera cuando habla de cosas intrascendentes que soporto con cierta estoicidad al resto de la gente, y que en él se convierten en tediosas, en odiosas. En lugar de eso vuelvo a maldecir en silencio, una vez más, mi buena educación, por un momento temo que no calle nunca, que me vea sentado en esta silla, frente a él, por un espacio de tiempo donde el tiempo no tendrá sentido. Envejeceré, no veré crecer a mis hijos, nunca más haré el amor con mi mujer, seguramente no enfermaré, nada, con tal de acabar mis días en aquella silla y escuchándole hablar si parar. Noto un agota de sudor bajar por mi frente. Si, es verano y hace calor; pero creo que es una gota de miedo. Necesito que alguien me rescate de aquella situación, necesito un respiro, aunque sea escuchando el monólogo de otra persona. No seré capaz de resistir mucho más, caeré desmayado, al suelo, en medio de aquel bar. Se acercarán a mí, pegarán su oreja a mis labios porque intentaré susurrar algo. Y cuando escuchen, casi sin fuerza, de mis labios “necesito huir de aquí”, no entenderán porqué lo digo y llamarán a gritos a un médico. Sigue moviendo los brazos, sus ojos no dejan de brillar, su voz aumenta de tono y de rapidez, puede que me encuentre ante el cénit de su aburrido monólogo, puede que de repente diga algo parecido a “y esto es todo”, y yo pueda levantarme de aquella silla y coger el camino a mi casa, puede. Pero no es así, de nuevo baja el tono, sus brazos se apoyan en la mesa, mira por un instante al techo y continua con una voz suave, como si me estuviese contando un secreto que no han de oír en las mesas de al lado. No puedo más, de verdad que no puedo más, noto al límite mi buena educación, mis piernas se mueven nerviosas pidiéndome a gritos que me levanta y huya de allí corriendo. No importa si parezco el más terrible de los cobardes o el peor de los maleducados, pero necesito salir de aquella situación que no sé cómo me atrapó. La mujer rubia vuelve. Esta vez no importa lo que me diga, cual sea su tono de voz o lo mucho que gesticule, me he hecho el firme propósito de seguirla hasta que desaparezca por la primera esquina. Necesito ese descanso. Y cuando creo que lo voy a conseguir, cuando mi vista ya ve el lateral de la mujer y no tardará mucho en verla totalmente de espaldas, caminando resuelta, sin miedo a que una conversación donde nunca participo la atrape, me coge del brazo y no tengo más remedio que volver la cabeza y mirarlo a los ojos. Afirmo con la cabeza, es lo único que quería de mí; pero cuando vuelvo la cara ya no está. Dos veces, dos veces se me ha escapado la posibilidad de huir de allí por unos instantes. De repente un silencio. Me remuevo inquieto en la silla, enciendo un cigarro, tiemblo, tengo miedo; pero el silencio continúa un poco más. Es el momento, me digo, y lo hago. “Se me hace tarde, he de irme”, y acompaño esa frase levantando mi cuerpo de la silla y extendiendo mi mano. No hay lugar a malinterpretar nada, quiero irme, he de irme. Todavía hace un par de intentos pero son vanos. Mi postura, mi decisión, mis piernas comenzando a caminar hacia la puerta del bar no dejan lugar a dudas. Salgo afuera, el aire da en mi cara y lo siento como si solo eso fuese lo que tantas veces han intentado definir como la libertad. Sé que habrá más monólogos de estos, y que volveré a sentirme igual; pero mi suerte nunca ha sido tan mala, por eso al girar la primera esquina sale la mujer rubia de una de las tiendas y camina delante de mí, a unos treinta metros. Me siento feliz, camino en silencio, en un silencio que todavía me es casi doloroso. No sé dónde voy, seguiré a esa mujer durante unos minutos y luego tomaré el camino a casa. El camino a casa.

sábado, 7 de abril de 2018

RETRATO (ejercicio)


A menudo las clases nocturnas me son aburridas. En este curso me apunté, esperando poder huir de un fracaso en una tormentosa relación, “Taller de escritura”, y me apeteció probar. A mi nunca se me dio mal del todo la escritura, pero me faltó ese punto de fluidez y genio. No hablo del gran genio, sólo del preciso para que lo escrito sorprenda un poco.
Aquella noche el profesor entró acompañado de quien luego nos presentó como Ana. El ejercicio de aquel día consistiría en algo tan sencillo, o no, como describirla. Sin mucha ilusión, me cansan las descripciones, me puse a ello.
Sus ojos, escribí, son de color azul, de un azul claro e intenso que no puede dejar de recordarnos a esos cielos claros y limpios de principios del verano, esos cielos en los que (más o menos en este punto fue cuando noté aquel pequeño nudo en el estómago y una leve sensación de nausea) a fuerza de limpieza uno echa en falta alguna que otra nube, o un pájaro cruzándolo sin destino. En esos cielos uno reconoce la muerte, o para no ser trágico la falta de vida. Sus labios están perfectamente perfilados en un suave tono rosa. Ni un milímetro queda sin cubrir por esa línea que los encierra en una cárcel de deseo. Cuanto echarán de menos la libertad del beso que devora ansias y la pintura de labios. Hoy –anoto al margen- nadie debió de besarla ya que siguen intactos. Me alejo de su rostro que ya casi nada me dice, en todo caso me habla de arquitectura, de líneas y mármol, pero apenas de carne. Me centro en su figura, en aquello que deberían decirme las formas, las curvas, y no me dicen. No hay ni un solo saliente que no responda a lo que se espera de ellos. Unos pechos redondos trazados con el compás de la moda, unas caderas que apenas servirían de petit déjeneur a Rubens, o unas piernas largas y torneadas donde músculos y huesos han dado paso a diseño y frialdad. En conjunto diría que no es una mujer, que no despierta en mí ni deseo ni pena, ni cariño ni odio, diría que mirándola de arriba a abajo, y de este a oeste, no vale la pena perder el tiempo de la mirada.
Sin embargo, aunque no sea el ejercicio de hoy, a su izquierda, justo a cuatro pasos más o menos, hace cinco días que una araña se esfuerza en tejer su tela en el rincón de la clase, y es una lástima no escribir nada sobre ella. Sobre todo porque mañana toca limpieza y nos dejará.

miércoles, 4 de abril de 2018

VOLVÍ


Anoche volví del país en donde llueven sombras. He de reconocer que no fue un buen viaje, ni los compañeros de viaje fueron los mejores. Allí dejé alguna de las pieles que guardaba para tiempos peores, aunque puede que estos hayan sido tiempos peores. Allí, cuando deja de llover, se instaura el tiempo del llanto, y las lágrimas de los miles de pobladores caen, sin descanso, formando pequeños riachuelos que convergen con otros riachuelos hasta formar un ancho río, que junto con otros, van a dar a uno de los mares más grandes que existen. Allí lo llaman el mar de los deseos, aquel que forman los cientos de lágrimas derramadas por no poder cumplir deseos. No existe la noche, porque difícilmente puede existir donde no hay día; pero se da una tenue claridad que lo convierte todo en sombras, a las que son y a las que no. Y allí, sólo allí, es uno de los pocos sitios donde no se da la muerte, y es fácil adivinar el porqué: porque allí no se da la vida.

lunes, 2 de abril de 2018

MUERTE DE UN AMIGO


  Es increíble, realmente increíble, la sensación que se tiene. Uno esta aquí, habla, respira; pero no puede evitar un ramalazo de allí. ¿Donde?, vete a saber. De pronto, o lentamente, según los casos, se va enturbiando la vista, se tiene una sensación de vértigo; no es que yo haya muerto, no, pero un amigo mío si, murió hace cosa de un mes. Entonces se siente algo frío aquí, y va subiendo hasta cubrirlo todo, la habitación se va llenando de ventanas y, sin embargo, la luz apenas llega a los ojos. Es ese momento en que uno estira el brazo y con la mano palpa el aire, la mueve y la siente sin peso, libre; pero siempre hay alguien que la atenaza creyendo que es eso lo que busca. Entonces el moribundo pregunta “¿Estáis ahí?”, y cuando le contestan se alegra porque cree que todos han muerto con él.

  En esos trances uno puede llegar a ver un gato, o una amapola, o un cura polaco, según los gustos o frustraciones de cada uno. Los demás no ven nada, se limitan a mirar hacia ningún sitio, con su estudiada pose de “cuanto lo siento”. Es entonces cuando llega ese que dice “os habéis enterado que...”, y mientras el moribundo habla con el cura polaco, no puede evitar oír un rumor de voces que llega de la habitación contigua. Abre los ojos de golpe y pregunta “¿Dónde ha ido el cura polaco?” (otros preguntan por un gato o por una amapola, según los casos), entonces todos le miran, y algunos, entre sollozos, oyen al médico decir que ya desvaría. Con lo fácil que sería decirle “ha ido a por tabaco, ahora vuelve”. Pero no, nadie contesta, y el moribundo se siente desposeído de su sensación de cosmopolita, recuerda que solo habla español y se niega a hablarlo.

  “¿Estoy bien peinado?”, no es que al moribundo le importe mucho, pero no puede soportar ver tanta gente sin hacer nada, y exclama “!ay, madre mía, madre mía¡, dicen “llama a su madre”, si, la llama, porque cuando era niño era su madre la que decía “Venga, ahora ir a vuestra casa que ha de dormir”, y sus amigos se iban; pero eran sus amigos y sin embargo estos no son sus amigos y se quedan. “Velándole”, dicen ellos, “Desvelándome” dice el moribundo que quisiera dormir y no puede.

  En cierto momento entra uno y dice a los demás “se ha muerto Juan”, y el moribundo no puede dejar de pensar “Se me ha muerto un amigo”.

jueves, 29 de marzo de 2018

El Guerrero


Sus ojos van teniendo cada vez más la expresión del vencido. De aquel que tras la batalla sólo espera que haya sido la última, pues sabe que sus fuerzas no darán ya para muchas batallas más. Se sienta derrotado en un rincón de la habitación y repasa mentalmente una y otra vez los momentos más amargos, aquellos en que veía como su enemigo se acercaba a él y dudaba de si sus fuerzas serían las suficientes para detener siquiera el primer envite de prueba, aquel en que su enemigo sólo invertía una mísera parte de su fuerza. Recorre todo su cuerpo un escalofrío cuando recuerda como sintió bajar el filo como un haz de  la muerte y pasar rozando su cabello. Se acurruca todavía más, si es que es posible que aquel despojo humano se retuerza más sobre sí mismo, y entorna los ojos como queriendo apartar de si el recuerdo de aquellos momentos. Su mano se cierra sobre la empuñadura de su espada, aquella que creyó estaba forjada con la sangre de los caballeros más valientes de las más increíbles historias de lucha, y que hoy no se le parece sino forjada con el llanto de los cientos que cayeron en la batalla. Lanza un débil gemido que no alcanza a oír ni él, y no es porque no le queden fuerzas para gemir, es el miedo, que le agarrota las entrañas, es el miedo a que el gemido pueda ser oído por el enemigo que acecha escondido justo un poco más allá de la puerta. Puede sentir su aliento rompiendo contra los cristales de las ventanas, su odio penetra por entre los maderos de las paredes y casi llega a lamerle en la herida. Una lágrima resbala por su mejilla y cae contra el suelo, el débil susurro le parece a él el más atronador de los sonidos. Y lo que más le duele es recordar como era antes todo. El no eligió nada, ni para nada fue elegido, se limitó a hacer un comentario un día en el museo sobre la hermosura de la espada. No sabría explicar cómo, sin entrar en fantasías, pero se vio con la espada en la mano, envuelto por cientos de fieros guerreros que esgrimían sus armas a su lado. Era incapaz de reconocer quienes eran sus enemigos y quienes luchaban a su lado. En un primer momento las fuerzas fueron las suficientes como para hacer silbar la espada contra unos y contra otros. Pero poco a poco sus fuerzas decayeron, todos parecían sus enemigos, el brazo comenzó a pesar como si todo el estuviera forjado en bronce. En ese momento vio a aquel guerrero, subido en un gran caballo pardo que le tendía la mano, y él avanzó decidido entre todos. Igual cortaba una cabeza con los colores dorados que cercenaba un brazo de los del estandarte del castillo. Sólo tenía en su cabeza una idea, conseguir como fuera acercarse al jinete del caballo pardo. En algunos momentos estuvo a punto de caer, de sucumbir ante la espada de alguno de los guerreros, pero una extraña aurea parecía protegerle en contra de todo. Finalmente casi estuvo a los pies del caballo, y fue entonces cuando escucho el grito más aterrador que jamás había escuchado, sintió por un momento que sus piernas se doblaban, la espada estuvo a punto de caer de sus manos. Alzó la vista y vio como el jinete venía hacia él con el caballo a todo galope. Notó como las pocas fuerzas que le quedaban habían sido gastadas intentando llegar hasta allí, y por primera vez desde que todo empezó sintió miedo. La milagrosa caída de otro de los guerreros hizo que fuese empujado hacia un lado, esto le libró del primer envite. El caballero pasa a su lado como una exhalación sin posibilidades de blandir su espada contra él. No le dio tiempo a un segundo ataque. Corrió tanto como le dejaron su cansancio y su miedo, y, en medio de toda aquella barbarie, acertó a ver los muros de aquel viejo caserón. Abrió la puerta y se acurrucó contra un rincón. No sabría decir si pasaron unos segundos o unas horas, pero de pronto todo quedó en calma. Se levantó despacio, aun con el miedo metido en el cuerpo. A tientas abrió la puerta, las primeras luces del alba comenzaban a inundar todo el campo. Arrojo a un lado la espada todavía ensangrentada y cerrando la puerta comenzó el regreso. A los pocos pasos le asaltó una terrible pregunta ¿el regreso?.

domingo, 25 de marzo de 2018

A veces es difícil el pacto con los años (prosa poética)


A veces es difícil el pacto con los años. Cuando menos lo esperas, en un otoño cálido, se presenta, desnuda, la primavera en casa. Y alargando la mano te ofrece una amapola. Tú le hablas del invierno, del frío que ya sientes subiendo por tus piernas. Le enseñas las heridas que ha dejado el viento, en tus ojos, tus manos, en tu pelo que vuela sobre reflejos blancos. Pero ella te sonríe, y abona los recuerdos que ya secó el verano. Florecen, milagro en tierra atea, florecen como nunca. Tú le enseñas las ramas, ya secas del deseo. Le hablas del engaño que tejen los colores, las formas, las palabras, sobre un cuerpo vencido que solo espera el fuego. Pero ella, en su ignorancia, habla de su experiencia, mientras en sus piernas brotan tallos, en sus dedos, mariposas, y en su boca, caracolas donde sabes que tu sexo navegará sin norte.
A veces es difícil el pacto con los años. Cuando menos lo esperas, desaparecen veinte del libro de las cuentas. No del hueso, ni del cansancio. No de las batallas que ya no recuerdas quién ganó. No de la cuenta que la muerte tiene colgada en la nevera con tu nombre. Se los lleva de golpe una mano en tu hombro, en una calle extraña. Se los bebe de golpe tu boca con cerveza y gotas de impaciencia. Y levantas la vista para mirar las nubes. Del norte, vienen del norte, y dolerán mis caderas cuando ya no sople el viento, pesará mi equipaje cuando ella se marche. Y en medio del silencio ella que ríe. Se le gastan los años en risas y miradas. Se le llenan de flores los ojos y las ansias.
A veces es difícil el pacto con los años. Cuando menos lo esperas, de golpe, es primavera.

sábado, 24 de marzo de 2018

DIARIO DE UN DÍA


Hoy ha sido un día como otro cualquiera. A primera hora del día me atacó un león, fiero, pero no más que los que me atacan a menudo. Salvo la molestia de los pelos en mi boca y en las ropas, no tuvo mayor importancia. Bajé las escaleras saltando los escalones de ocho en ocho, no me encontraba muy ágil. Puede que las peleas matutinas con los leones me estén debilitando más de lo necesario.
Salí a la calle, despacio, uno no sabe nunca lo que puede encontrarse allí. A veces he encontrado grandes rocas agazapadas tras las esquinas, en las calles más empinadas, en lo alto, mirando de reojo hacia mi portal. Esperando mi salida para lanzarse calle abajo. Otras veces han sido unas sombras que volaban por el cemento de la gran avenida. Al alzar la vista he visto pájaros que nunca podría acabar de definir. Nombraré sólo sus grandes garras, como si en las mejores orfebrerías árabes les hubiesen tallado unos puñales dorados con incrustaciones rojas en las puntas. Sus picos semejaban, o al menos así me lo pareció, trozos metálicos arrancados de la guadaña de la muerte. Fríos y curvos. Y en ellos se reflejaba mi rostro.
Hoy parecía ser uno de esos días tranquilos en los que, salvo el león y puede que un par de apariciones a media mañana, como siempre en el parque, no ocurrirían cosas más importantes.
De camino al mercado Aristides tuve que soportar el incesante parloteo de bordillos y aceras, los silbidos de las ramas a los pájaros, la desvergüenza de aquellos miles de rayos de sol rebuscando en mi pelo, en mis brazos, en mis bolsillos, y la sonrisa burlona de mi sombra a cada nuevo giro de una esquina. Vi pasar a cinco o seis jovenzuelos que me hicieron recordar mi juventud, cuando todavía era torpe en las luchas matinales con los leones y salía a la calle con la ropa hecha jirones, alguna que otra herida en el rostro y en los brazos, y sin miedo a las rocas o a las águilas.
Cuando llegué a las puertas del mercado se apoderó de mi una extraña inquietud. No era posible que volviera a suceder, pero ocurrió. Una bellísima mujer se agarró de mi brazo. Con nerviosismo mal disimulado me rogó que siguiera andando, que no mirase hacia atrás y siguiera andando. No sin cierta resignación lo hice, aunque pensé que de ocurrir de nuevo me negaría. No había conseguido entrar en el mercado desde hacía seis días. Cinco manzanas más adelante se despidió de mí, no sin antes darme las gracias.
Miré ante mí, el parque de los Naranjos. Irremediablemente tendría mi cita con las apariciones. Saqué del bolsillo de mi chaqueta un libro de relatos que acostumbro a leer sentado en un banco durante unos cuarenta minutos, y enfilé el camino central que lleva a la glorieta. A pocos metros de esta se produjo la primera aparición. A mi derecha, junto a un pequeño rosal, sollozaba un niño que no tendría más de cinco años. Lo miré de reojo. El balbuceó unas palabras que me fueron ininteligibles. Continué mi camino en busca del banco en el que suelo sentarme. No llevaría más de cinco minutos, justo cuando comenzaba a leer “El campeonato mundial de pajaritas”, cuando una enorme sombra, fría y compacta, oscureció media glorieta. Tuve que aguantar casi veinte minutos de reproches de aquella vieja y estúpida piedra. Primero me habló de mi poca sensibilidad por cambiar mi recorrido y dejarla esperando tras la esquina, de las pocas oportunidades que le quedaban, del sentido de su vida,... La dejé con la palabra en la boca y, levantándome, comencé a pasear por el parque.
Pese a que todavía queda más de medio día dejaré aquí mi diario. El resto del día fue igual de aburrido y poco novedoso. Verdad es que esperé casi hasta el anochecer con la esperanza de que ocurriese algo especial, pero todo terminó con la misma monotonía con la que había comenzado.

sábado, 17 de marzo de 2018

45


Aquella mañana despertó y no recordaba quién era. Salió de su nido, caminó un poco sobre la rama y, al llegar al final de ésta, abrió sus alas y las movió como si se desperezara. De pronto alzó el vuelo, y voló, voló, siguió volando hasta que tan sólo fue un punto en lo más lejano del cielo. Se sentía libre, majestuosa, y desde allí arriba vio a un halcón en persecución de una presa. Se dejó caer de pronto y en apenas unos segundos adelantó al halcón y siguió volando hasta adelantar a la presa de éste. Luego vio un águila que volaba en círculos y alzó el vuelo hasta estar sobre ella, muy sobre ella, y desde allí pudo descubrir la presa que el águila hacía tiempo que estaba buscando y no encontraba.
Luego siguió su vuelo, durante más de una hora hizo todo tipo de cabriolas, de aceleraciones y paradas que serían incomprensibles para la mayoría de las aves, hasta que se  posó sobre lo alto de una roca, en la cima de una montaña. Allí extendió sus alas y se llenó todo el valle de un precioso arco iris. Su plumaje era espléndido, lo más hermoso que se había visto nunca en aquellas tierras. Entonces vio al pie de la montaña a un grupo de aves y bajó en un rápido vuelo hasta ellas. Una vez a su lado, allí estaba el halcón, y el águila, y unas cuantas más de las más bellas y rápidas, les preguntó intrigada:
-      ¿Qué ave soy yo?
Las otras se miraron con un gesto de complicidad y una de ellas le contestó:
-      Eres un pájaro bobo.
Ella se sintió triste, muy triste. Se sintió de repente el ave más torpe y fea del universo. Y dedicó el resto del día a caminar, sin ser capaz de intentar ni una sola vez alzar el vuelo, ni abrir sus alas, ni…. Hasta que, rendida por la llegada de la noche, fue de nuevo hasta el árbol donde estaba su nido. Y en un torpe vuelo llegó hasta él y se acomodó.
A la mañana siguiente volvió a despertar sin recordar quién era. Y de nuevo repitió todo lo del día anterior. De nuevo fue el ave más rápida, la que más alto voló, la que descubrió las presas que nadie veía y la que tenía el plumaje más hermoso de todos. Y de nuevo volvió a preguntar a un grupo de aves quién era, y de nuevo volvió a sentirse el ave más torpe, más fea, más infeliz del universo, y de nuevo pasó el día caminando hasta que cayó rendida en su nido.
Y así se repitió la historia un día tras otro, siendo apenas unos instantes el ave más…. Y el resto del día caminando rodeada de tristeza e incapaz de volar.
Una mañana ya no despertó, o al menos no despertó en el nido. Sintió como si flotase, y subió hasta el lugar donde van las aves cuando mueren. Al llegar allí se dirigió a la puerta donde podía leerse “pájaros bobos”, intentó abrirla, puso todo su empeño en hacerlo, porque pensó que allí estaría rodeada de aves igual a ella y podría al fin sentirse feliz entre iguales; pero por más que lo intentó,  fue incapaz. Cansada de esforzarse pensó que a lo mejor se habían equivocado el resto de aves y sería de otra especie. Y comenzó a probar puerta tras puerta con el mismo resultado en todas “imposibles de abrir”. Incluso cuando desesperada probó en las puertas donde ponía “halcones” o “águilas”, tuvo que desistir porque fue imposible. Cansada alzó la vista y allá, a lo lejos, donde la vista del resto de aves no alcanzaba, descubrió una puerta. Sin mucho convencimiento porque ¿cómo iba a poder un pájaro bobo volar tan alto? Abrió sus alas, a la vez que un hermoso arco iris lo llenaba todo, y remontó vuelo. Casi sin esfuerzo llegó a aquella puerta. No había letrero alguno, tan sólo un ave ya muy vieja sentada a la puerta. Una vez ante ella le preguntó:
-      ¿Es este el lugar donde debo estar yo?
-      Sólo tienes que probar a abrir la puerta –le contestó aquella ave vieja-, y si es este el lugar la puerta se abrirá.
Con miedo acercó una de sus alas a la puerta y la empujó sin mucha fuerza ni convencimiento, pero la puerta se abrió fácilmente, como si el solo gesto de acercar el ala fuese suficiente. Desde allí se veía lo más parecido a un paraíso y unas cuantas aves, pocas, andando con el gesto cabizbajo y la mirada triste.
-      ¿Qué lugar es este? –le preguntó al ave de la puerta.
-      Éste es el lugar reservado para aquellas aves que serían capaces de hacer las cosas más increíbles, el vuelo más alto, el más rápido, aquellas que tienen los plumajes más hermosos y la mirada más aguda, sólo esas aves pueden llegar hasta aquí.
-      Y si es así ¿por qué se las ve tan abatidas? –volvió a preguntar.
-      Porque aquí como premio se vuelve a repetir todo aquello que se hizo en vida –contestó casi sin mirarla el ave guardiana de la puerta.
Y así fue, entró, hizo el vuelo más alto que nunca se había visto, el más rápido que nadie recordara, la caída en picado más majestuosa, abrió las alas y no sólo aquel lugar, sino todos los que ocupaban el resto de las aves, se llenó del más increíble arco iris que nunca se había visto. Y de repente todo cesó, se acercó a las otras aves y pasó el resto de su eternidad caminando y llegando derrotada a un nido pensando que era un pájaro bobo.

martes, 13 de marzo de 2018

No fue Luisito

No fue Luisito quien robó la pelota. Y mira que lo dijimos veces, que habíamos sido el Ricardo y yo, pero ni caso nos hicieron. Y Luisito fue expulsado varios días del colegio, demasiados, ya nunca volvió. Sí, la expulsión sólo era por poco más de dos semanas, pero ya no volvió. Y el Ricardo y yo que hasta fuimos a hablar con el director, a decirle que los de la pelota éramos nosotros. Incluso la pelota llevamos para que nos creyesen. Pero el director nos dijo que no estaba bien mentir, siquiera por un amigo. Y el Luisito nunca había sido amigo nuestro, nuestro ni de nadie, siquiera le dimos ocasión de intentarlo. Desde los primeros días ya nos apartamos todos de él. Un niño pobre, pero pobre de verdad, no de ésos que parecen pobres pero tiene todos los días para comer, no. El Luisito no tenía para comer todos los días. Pero su padre había conseguido un trabajo cerca de nuestro colegio, y los del ayuntamiento habían pedido como un favor que se le dejase asistir porque el que le correspondía estaba lejos, muy lejos para un niño que sólo tiene un par de viejas zapatillas. Y casi una semana de discusiones costó que al fin pudiese el Luisito venir.

El primer día, todos esperábamos con impaciencia su llegada. Tres meses, justo tres meses que no caía una gota, una de las sequías más largas que se recordaba, y aquella mañana se encapota el cielo. Comienzan a crecer las nubes, unas nubes que se fueron haciendo cada vez más oscuras, como si la noche quisiese volver justo a los pocos minutos de haberse ido. Y rompe un rayo contra el montecito de enfrente, y un trueno, que nos hizo saltar a más de uno, dejó en silencio el timbre de la escuela que en esos momentos sonaba anunciando el comienzo de las clases. Y todos con la carita pegada a los cristales, mirando hacia el fondo de la calle por donde sabíamos que vendría aquel nuevo alumno. Pero no llegó, al menos no a aquella primera hora. Entró don Antonio y nos ordenó sentar. Sin ganas, como teniendo que tomarnos nuestro tiempo para despegar las narices del húmedo cristal, nos fuimos yendo cada uno a nuestro sitio. Desde allí, los que tenían la suerte de estar más cerca de las ventanas, estiraban el cuello de tanto en tanto para ver la calle. Comenzaron a caer gotas, primero débiles y diminutas, luego grandes, muy grandes, golpeando con fuerza en los cristales y los alféizares de las ventanas, haciendo un ruido ensordecedor que apenas nos dejaba oír la voz de don Antonio. Maldita sea, ni ganas de escucharla que teníamos. La primera vez en dos años que llegaba un alumno nuevo a nuestra escuela, y además pobre, pobre como las ratas, como dijo mi padre, debía ser motivo más que suficiente para dejarnos ver su llegada. Y en eso estábamos, en estirar el cuello lo más que podíamos, en partirnos el cuello de tanto estirarlo, cuando se abrió la puerta de la clase. Aparece en la puerta de mi casa tal y como apareció en la puerta de la clase y ni limosna le damos. Un muchachito escuálido, flaco de los buenos, de los que se les cae la ropa por todos lados porque no encuentra hombros el jersey, ni caderas los pantalones, donde asentarse. Empapado, todo él empapado, cayéndole unas gotas por la frente hasta las cejas, y de éstas sin remedio al suelo, porque no era cosa de encontrar una tripilla en medio en las que hacer escala, más bien parecía metido hacia dentro, como con comba. En la mano algo que debía haber sido una libreta antes de que le cayese encima el diluvio universal, ahora era un montón de hojas llenas de agua, las gotas discurrían por el interlineado, como si supiesen que aquel era el camino que debían de seguir. Y el director con el brazo apoyado en los dos dedos de hombro que tenía aquel muchachito, mirándonos como diciéndonos con la mirada “veis como hay gente que está mal, muy mal”, como si no tuviésemos ojos para que él nos lo tuviese que decir. Lo metió en la clase, se acercó con él justo delante de la mesa de don Antonio y mirándonos de nuevo con esa mirada de “pobrecillo, tendremos que quererlo un poco entre todos” nos dijo “Éste es el nuevo alumno. Se llama Luisito. Estará con nosotros al menos hasta final de curso. Espero que os portéis bien con él y que seáis sus amigos”. Y no sabría decir por qué pero sus palabras no tenían nada que ver con su forma de moverse y con su forma de mirarnos. Luego, a menudo, después de que fuésemos a su despacho a decirle que los de la pelota fuimos el Ricardo y yo, incluso de que le enseñáramos la pelota, tiempo después me dije muchas veces si aquellos movimientos de brazos y de ojos no nos quisieron decir “no me sean idiotas, a este niño ni caso, y en cuanto puedan lo meten en un buen lío para expulsarlo”. Y estoy casi seguro de que así fue, porque una pelota no es motivo para expulsar a un alumno dos semanas. No es por la pelota, dijo el director, es por el hecho en sí de robar; pero si habían desaparecido cosas mucho más importantes, pero mucho, como la vez en que a Pilar le desapareció la cadena que su madre le había comprado por la primera comunión. Y aquella vez nada, ni apareció el ladrón, aunque todos sabíamos que había sido Joaquín, ni hubo ningún castigo ejemplar para que los demás aprendiéramos.

El director le dijo que se sentara, y como la única mesa libre era la del final de la clase pasó a lo largo del pasillo como alma en pena, dejando un rastrillo diminuto de agua que más daba la impresión de que iba descongelándose y acabaría en nada que de estar mojado.

Esperábamos con impaciencia la hora del patio. Todos imaginábamos que le íbamos a hacer miles de preguntas, miles. Pero cuando sonó el timbre, cuando volvió a pasar a nuestro lado como un pájaro recién caído del nido por el embate de las aguas, cuando llegó al patio, buscó un lugar apartado, se sentó tiritando, sin parar de tiritar, como si le hubiesen dado cuerda, y bajó la mirada hasta que pareció que la tenía clavada en el suelo, nadie, siquiera el Ricardo, que con mucho era el más valiente y más atrevido, se atrevió a acercarse a él. Nos pasamos el patio mirándolo desde lejos, hablando entre nosotros, inventando mil historias sobre aquel muchachito lleno de agua, huesos, y frío. Fue uno de los patios más silenciosos que recuerdo. De normal jugábamos al fútbol, corríamos sin parar de un lado a otro, gritábamos, pero aquel día sólo había corros alrededor del patio y lo más alejados de él, y un murmullo sordo que lo iba llenando todo.

Casi un mes duró aquello, el entrar en silencio en el aula, el ir a sentarse en la última fila, a veces mojado y a veces no, porque siguió lloviendo durante días, el salir al patio e ir a sentarse al fondo, solo, tiritando la mayoría de días, porque aunque no todos llovió sí que hizo frío, y él nunca trajo más que una camisa y un jersey, casi siempre el mismo. Sólo el día después del reparto en la iglesia vino con un jersey diferente, muy diferente, casi tres tallas mayor de lo que él necesitaba. Y al ver como le miramos, y sobre todo al escuchar el comentario que hizo el Ricardo ya nunca más lo volvió a traer. Y todo hubiese continuado así hasta final de curso, él en silencio y nosotros sin acercarnos lo más mínimo, a no ser porque un día, a mitad de un partido de ésos en que nos jugábamos la final del campeonato del mundo de fútbol, un directo con barrera fue a dar contra la cara de Luisito. Ni se inmutó, todavía lo recuerdo como si fuese ayer. El balón le dio de lleno en la cara, y nada, ni pestañear, se limitó a mirarnos, con una mirada que no olvidaré jamás. Pero para entonces ya le habíamos perdido todo el miedo que los primeros días nos causó. El Ricardo se acercó a él, recogió el balón, le miró y le dijo “¿pasa algo?”. No contestó, volvió a bajar la mirada y la clavó de nuevo en el suelo. Nosotros seguimos jugando como si nada, como si aquello jamás hubiese pasado, como si el balón en lugar de haber dado en la cara de aquel muchachito flaco hubiese golpeado contra el muro del colegio.

A los dos días desapareció el balón. Fue una broma de Ricardo y mía al resto por haber perdido un partido, pero no nos dio tiempo a decirlo. Fue la primera vez que vi funcionar con aquella rapidez la maquinaría de la burocracia del colegio. Que el director tomara cartas, que llamara a unos cuantos alumnos a su despacho, que éstos le contaran lo que había pasado unos días antes, cuando el balón dio en la cara de Luisito, que él, con su infalibilidad, sacara la conclusión de que a raíz de aquello Luisito había tomado la determinación de robarse el balón, que lo llamase a su despacho, que le diese una carta para su padre justo para aquella tarde, que su padre viniese aquella tarde y que el director le comunicara que su hijo estaba expulsado por dos semanas por “ladrón”, fue todo una. Yo nunca había visto llorar a un adulto, aquella fue la primera vez, cuando vi salir al padre de Luisito del despacho del director, con los ojos llenos de lágrimas. Pasó junto a mí, sin mirarme, con la mirada clavada en el suelo, como hacía Luisito en el patio, fue hasta el fondo del pasillo, tocó en la puerta de la sala de profesores, donde tenían esperando a Luisito, y volvió con él de la mano, sin dejar de llorar. Me asombró que no riñese a Luisito, que lo llevase de la mano como quien lleva de la mano a su novia, con suavidad, con ternura. Volvieron a pasar los dos a mi lado, el padre todavía con la mirada clavada en el suelo, pero Luisito me miró, al pasar por mi lado me miró. Hubiese preferido mil veces que me gritara que aquella mirada que ya siempre me ha acompañado en esta vida. Mi padre me lo explicó muy bien “el padre llora porque los pobres siempre lloran, hijo, y no le riñó porque ellos desconocen cómo educar a un buen hijo”. Y supongo que así era, o al menos a mí me pareció un razonamiento lógico, porque mi padre nunca lloraba, siquiera el día en que mi madre nos dejó y se marchó a otra ciudad a vivir con su amante, aunque mi padre siempre nos dijo que fue él el que la tiró de casa por mala madre; pero reñirnos y pegarnos mucho, hasta que cumplimos los dieciséis, hasta que, según él, ya éramos unos hombres. Qué mala suerte tiene Luisito, pensé entonces, qué mala suerte.

Tres días duró el que volviésemos a formar corros en el patio hablando de lo que le había pasado a Luisito. Ricardo y yo acordamos no decir nada y seguir con la pelota escondida, ¿para qué?, Luisito ya había sido castigado y en dos semanas estaría de nuevo en el colegio. Pero pasaron las dos semanas, y dos más, y al mes y medio nos atrevimos a preguntarle a don Antonio por qué ya no venía Luisito. Nos explicó que ya no vendría nunca más, que su papá había perdido el empleo y se habían marchado.

Ricardo y yo cogimos la pelota, nos presentamos en el despacho del director y se lo contamos todo. De nada sirvió. Ahora comprendo que Ricardo y yo no éramos ladrones, sólo niños traviesos, pero Luisito era otra cosa, era pobre.

Vuelvo a leer el titular de la noticia de primera plana del periódico de hoy “Por fin ha sido detenido el peligroso maleante Luis G.F.”. La noticia hace un extenso recorrido por su vida delictiva, desde que a los quince años lo internaron en un reformatorio, y fue de uno a otro hasta los dieciocho, hasta sus últimos hechos delictivos que le han supuesto diferentes condenas. Condenas que le harán pasar el resto de su vida entre rejas. La noticia lleva dos fotos. En una está sentado en un banco, con las manos esposadas, completamente mojado, de nuevo volvemos a tener lluvia tras una sequía, y con la mirada clavada en el suelo. Flaco, supongo que nunca consiguió un peso superior a los cincuenta y cinco kilos. La otra es a la salida de la comisaría, todavía esposado, y mira directamente a la cámara, con la misma mirada que miró a Ricardo cuando la pelota le dio en la cara y éste fue a recogerla. Releo la noticia una y otra vez, incluso he comprado varios periódicos para contrastar, pero en ninguno de ellos, siquiera en el más sensacionalista que gusta de sacar hasta el último trapo viejo y morboso, aparece el robo de la pelota.

Sueño

Sueño